26 de junio de 2009

El Embarazador de Southampton

Conocí a Simon Zorren en el hospital St. Joseph cuando pasaba sus últimos días en este mundo y, como suele sucedernos, ya no le importaba demasiado su timidez. Por eso, y sobre todo por la ginebra que yo, como buen enfermero que soy, le daba sanamente cada noche a escondidas de la caba de turno, Simon desnudó su más oculto costado (no hablo del derecho o del izquierdo, que esos ya me tenían cansado de tapárselos una y otra vez al viejo este, que no sé cómo hacía pero se destapaba todo el tiempo el muy jodido). Cierta noche fría de otoño acá en su Southampton natal (a donde había vuelto cansado de tanto trajín y “hacer la América”), en un ataque de lucidez poco frecuente, seguramente milagros del aguardiente!, me contó su vida. Corría mediados de los ‘50 cuando el joven Simon, harto de las privaciones de posguerra pero sobre todo de tener las bolas congeladas acá en la Gran Isla Británica, se embarcó sin rumbo en el primer barco que zarpaba (no sé si leyeron algo, pero Southampton es un puerto, manga de burros -N del R). Ese bergantín (no es una definición técnica del tipo de navío sino un eufemismo dada la lamentable condición del barco) venía para el Río de La Plata, y así Simon (se pronuncia Saimon, sépanlo), por entonces un entusiasta pero tímido chico de unos veinte, salió de perdedor. Sí, ni bien tocó tierra firme, el rubio niño fue tentado a visitar el célebre Anchor In Bar, un símbolo de aquella Buenos Aires de la abundancia donde abundaban las putas en espera de boludos como Simon (o Saimon, como quieran). Y en este cabarulo del bajo de Barracas el inglecito conoció la cara de dios sin siquiera asomarse a una iglesia. Sí, debutó. Él, único hijo varón de una familia católica del sur de Inglaterra, nunca se habría animado a pagar por una mujer allá en las tierras que pisaban su madre y sus hermanas (una más trola que otra como buenas inglesas del sur). Pero acá ni lo pensó; una, porque del mareo que tenía al bajar del barco después de veinte días ni se acordaba en qué religión lo habían bautizado… Y otra porque el muy nabo no se dio cuenta que había pagado hasta que revisó la billetera la mañana siguiente (quien dice mañana, dice mediodía). Pero pasaron algunos años en los que Saimon se convirtió en Simón, o más acá, Don Zorren. Se instaló en Don Torcuato y se hizo de una vida que, sin ser para envidiar, tenía sus gratificaciones. Él era amado por su barrio porque era el que daba las noticias… No, no era periodista. Con ese acento que no se le iba parecía infradotado, cómo iban a aceptarlo en las insipientes radios que de a poco ganaban la plaza. No. Simón repartía diarios. Se levantaba a las cuatro de la mañana, mateaba (es un decir; nunca se le pudo hacer entender que de la bombilla se debe chupar, no soplar dentro) y salía a pedalear la vida silbando algún tango a los que, de vez en cuando, les agregaba una que otra letra de Los Plateros, haciendo de esa música un cambalache único. El asunto es que, en una de esas mañana en que clasificaba los ejemplares, se le cruzó por las manos una revista de esas que venden cualquier cosa de un modo bastante convincente. Y en ésta la revelación era un método para seducir mujeres a distancia. “Guauuuu!!!”, se dijo Simón, el tímido que hablaba mal y cantaba peor. “Éste es mi chance de ganando”, observó con la agudeza propia de un canillita a las cinco de la madrugada y mal dormido. Al otro día mandó la carta. Y a la semana ya le empezó a llegar el curso completo, con (obviamente) los cheques para ir haciendo el pago quincenal correspondiente. Saladito pero muy tentador, el Simón de Boludear éste (como lo había bautizado la señora que le alquilaba la pieza donde vivía, en obvia alusión a la Dama de las Camelias) comenzó a practicar con tan poco tino que en lugar de tomar como conejillo de indias a una chica desconocida, de otra ciudad, alguien de la calle… no… El tipo se empecinó en seducir a la hija del turco, la ferretera (o sea, la hija del ferretero que atendía la ferretería); que no era lo que se dice un minón, no. Más bien, el epíteto que le iba era el de “bulón”, dado el rubro en el que se desempeñaba y las pocas curvas que anunciaba a su paso por la vida. El hecho es que el Simón este empezó a pasar más seguido por la vereda de la ferretería… Y a cada pasada aplicaba los términos de lo aprendido: Herramientas de personalización del vínculo, dominio absoluto de la atracción, transmisión de confianza… Todo iba según el manual del curso por correspondencia (la dama en cuestión, ni enterada); hasta que una mañana se supo: La Juana estaba embarazada! Nooooo..!! Algo estaba mal ! O alguien le había usurpado el rancho, o las herramientas de seducción habían sido mal utilizadas, llegando demasiado lejos (y justo dónde el bueno de Simón quería). Claro que esa duda se fue despejando al no aparecer el padre de la criatura ni en el periódico. Eso le fue confirmando al inglecito que esa panza era responsabilidad suya; y una buena tarde entró en la ferretería, encaró al ferretero y le dijo: “Yo mí es el panza dueño”. Digan que el turco no le entendió (porque él tenía lo suyo también a la hora de hablar de acentos y modismos), que si no le entierra la llave inglesa esa que tenía para vender en el balero, y le hunde de un solo golpe ese jockey sucio (que el inglés no se sacaba desde que subió al barco) hasta el fondo mismo del cerebelo. El Simón quiso encarar a la mismísima Juana para explicarle que él era el responsable, y que habría de hacerse cargo de lo hecho. Y cuando lo hizo, a la mina le cayó la ficha de que esa era la única salida para salvar la mitad del honor que ya había perdido por completo; y como buena comerciante que era la turquita, se dijo: “Y bueno… a veces hay que perder para ganar”. Y se casó con el inglés de Marras (Marras era el nombre de la señora que lo alojaba). Desde luego que el secreto fue bien guardado bajo siete llaves; nadie debía saber que el iluso se había cargado de tal resultado creyéndose el responsable “a distancia”. Pero eran los años cincuenta y todo era posible, más que hoy día. Y por qué no, si hasta Cristo nació de un vínculo etéreo… De esas estaba llena de vida del buen Simón, cuya educación católica había sido el pilar de sus torpezas. Claro que la relación no duró mucho; al tiempo nomás apareció el verdadero padre de la criatura, un viajante de comercio casado que pasaba por la ciudad una vez al mes, quien se tomó seis meses para decidir si terminaba con su mujer y empezaba una nueva vida con Juana la Ferretera o continuaba su fantochada familiar… Y decidió, salomónicamente, seguir casado pero haciendo doble vida (un clásico de viajantes, embarcados y policías). La chica aceptó con tal de deshacerse del incomprensible inglecito (a quien nunca le entendía nada); y se fueron de Don Torcuato a vivir a la provincia. El pobre Simón, ahora otra vez solo, decidió que esas prácticas a distancia podían ser peligrosas y una noche, la última en la casa que el turco padre les había dado para que vivieran, en los fondos de esa casa maldita, quemó todas las instrucciones, diagramas, notas y apuntes del curso de Seducción a Distancia de la Academia Charles A. Thompson Jiménez de Miami. Y de cara a esa pequeña fogata se juró nunca más abusar de la suerte de ser un seductor de tal calibre que podía, sin siquiera quererlo, embarazar a una mujer con sólo pensarla mucho. Si embargo, ya lejos de esa ciudad que lo hizo a un lado por perdedor y por foráneo (eran tiempos del peronismo más nacionalista y cualquiera que hablara inglés era mal visto, como corresponde!), Simon Zorren comenzó una nueva vida que lo llevaría de nuevo a tropezar con su propia habilidad para tropezar. Y es que, si bien tuvo la suerte de encontrar un compadre que pronto lo cobijó ofreciéndole casa y trabajo sin que él tuviera que pagar nada más que atender una casa de comidas dieciséis horas por día (lo que incluía parte de la noche), el destino de seductor lo esperaba detrás de ese mostrador. El inglecito éste estaba tan contento de rehacer su vida que mucho no reviso ese trato, sino que le puso toda la onda; se compró un chaleco a rombos, unos tiradores nuevos, y se calzó el delantal y el gorro blancos que, detrás de ese mostrador de zinc lustroso, le deban “un aires (según el creía) de Don John irresistibla“. Y ahí, en ese paso semántico estuvo el principio de la vuelta al caos. Porque de “irresistible” a “seductor” hay casi nada; y de esto ultimo a “seductor a distancia”, solo un trámite. Y así, una tarde de septiembre en que el calorcito de la insipiente primavera comenzó a asomar con ganas, el obsesivo Simon puso sus ojos en la corta falda de una de sus más asiduas clientas, Filomena S (evitamos toda mención al apellido de la dama por obvia preservación de la honra de la pobre). La piba no tenía más de dieciocho, pero por entonces las buenas familias le buscaban candidato a las niñas a muy temprana edad para evitar que conocieran lo maravillosa que es la vida y nunca más se casaran. Claro que la familia de Filomena, los S (también a ellos los preservaremos), no tenían precisamente en la cabeza un tipo de la clase de Simoncito para cónyuge de su hijita malcriada. Fue entonces que el pobre inglés comenzó a darse cuenta que cada vez que la niña entraba al negocio a por unos pastelitos o unas croquetas, él no podía abstraerse de ello y, casi instintivamente, comenzaba a hacer uso de las técnicas de seducción tan fríamente aprendidas con sajona aplicación. Bueno, era inglés después de todo! Y, claro, al tiempo la chica desapareció de la ciudad; nadie la vió más. Simon sospechó algo… Él sabía mejor que ninguno que algo extraño ocultaba la familia S (los seguimos protegiendo, pero ya me estoy cansando). Entonces, una noche se quitó el delantal antes de la hora de cerrar y se hizo una disparada corriendo hasta lo de los S (está bien, se llamaban Sorreguieta… contentos?). La mucama no se sorprendió al verlo en la puerta cuando abrió: algunas veces él mismo alcanzaba los pedidos para poder espiar un poquito a la nena ahora en fuga. La empleada lo hizo pasar, y mientras esperaba en el vestíbulo alcanzó a escuchar una discusión entre los Sorreguieta durante la cual uno de ellos decía: “Dejémosla allá hasta que nazca el niño…” Eso fue suficiente para que el empecinado seductor viera cómo se derrumbaba todo su nuevo mundo una vez más y como antes, en Don Torcuato. “No” se dijo, “…esta vez no voy a ser tan torpe… Si yo la embaracé a distancia, como a Juanita, nadie puede saberlo excepto yo… y mi maldita conciencia”. Pero, justamente, la conciencia es un amigo que no sabe guardar un secreto sino que nos lo recuerda con saña cada vez que puede; de lo contrario se llamaría inconciencia, verdad? El destino quiso que se reivindicara de un modo muy casual; aunque en los pueblos de provincia casi nada sea casual. Y sería de boca del cartero que se enteraría dónde había ido a parar la chica y su panza geográficamente ocultada. “Che… inglés… Así que los S (no ocultamos el apellido ahora sino que es demasiado largo para escribirlo todo el tiempo) mandaron a la nena a estudiar a tus pagos!”, le dijo ingenuamente el repartidor de cartas, sin sospechar que ese comentario chismoso cambiaría la vida de más de una persona. Porque era ese, precisamente, el dato que Saimon (Simon, o sea) estaba queriendo conseguir sin éxito. “Cómo Usted sabés el qué ciudad de dónde ahora es ella?”, cuestionó muy seriamente a Lito, el cartero, mirándolo fijo con esos ojos azules de lobo que eran capaces de intimidar (aunque para ver no sirvieran de mucho, dada su miopía). “Y mirá che…”, lo desafió Lito, mostrándole el sobre de la carta que estaba por entregar: “Rte: Filomena Sorry, 32, Church Lane, Southampton, England” decía cruel pero inesperadamente el sobre que le enviaba la chica a sus padres. No había terminado de leerla el inglecito que ya se había quitado el gorro de cocinero ese, tan ridículo, el delantal y ya estaba en su habitación haciendo la valija con lo poco que tenía (el chaleco de rombos, los tiradores, más un par de camisas y ya) para tomarse esa misma noche el bus a Buenos Aires, donde embarcaría al otro día hacia Inglaterra. Porque él había aprendido a callar, a no permitir que la gente lo culpara nunca más por ser así de seductor… Pero sus principios estaban intactos, con eso no se jugaba; y no iba a permitir que la chica tuviera su hijo sin saber quién era el padre y por qué ella estaba sufriendo ese destierro. Él, una vez más y como correspondía, iba a reconocer su responsabilidad en el hecho. Y cuando llegó, quizá por primera vez en la vida, fue a tiempo; justo a tiempo. Porque la chica, quien sabía muy bien quién era el padre de la criatura, se encontraba sumida en una depresión terrible, lejos de todos sus afectos, en un país donde nadie le entendía y, además, con un clima horrendo que deprimiría hasta al mismísimo Robin Williams. Entonces la absurda llegada del confeso embarazador no sería tan absurda sino una verdadera bendición para la chica, que ya estaba a punto de parir en ese hospicio que era más deprimente aun que el clima tormentoso del sur de Inglaterra. Y estando él se animo a escapar de allí, a intentar una nueva vida con su hija a quien no quería dar (como le imponía su familia)... Si hasta se animó a convencer a Simon que no debía temer embarazar a cada mujer en la que pensara! Así fue que Don Simón, este viejito que cuidé a pura ginebra en sus últimos días, volvió a reconciliarse con su tierra y consigo mismo; gracias a una niña que, en la más difícil, supo elegir dándole la espalda a todo aquello para lo que había sido criada por su pacata y engreída parentela. Y acaso no es mejor elegir un hijo de incierto futuro que una familia con demasiado pasado?

11 de junio de 2009

Milanesa, el Payaso sin Huevos

Era un payaso empastillado. Un borrachín desalineado que de vejete se dio por abstemio y ya era tarde para reivindicaciones, lo que sin mucha vuelta lo llevó a los psicofármacos. Así salía a la arena: Dando tumbos y aspavientos. Los brazos trepando del aire, un lugar del que nadie puede jamás Agarrarse; y es que Juanjo lo intentaba pero el aire siempre, siempre lo esquivaba. Dije salía a la arena no porque el circo fuera su escenario ni los niños su publico privilegiado, no. La arena era su lugar desde que repartía volantes para el Corralón Don Huberto, venta de materiales de construcción a precios de joyería, donde “Ladrillito” (pseudónimo del yosapa este) era sin duda La mejor carta de publicidad y la más barata: Un sánguche de mortadela a las 12 y un choripán a la salida, más un centavo por volante lo que hacía como diez pesos al día descontando los de lluvia, los domingos y las fiestas de guardar. Así nomás iba la vida de este payaso de porquería que tenía menos onda que Sofovich cantando la Lotería. Se lo oía refunfuñar por lo bajo y sin motivo a la vez que daba un pelpa, la mirada torva y malo a veces tanto que ni entregaba ese volante que ofrecía con la mano, reteniéndolo muy firme como pensando en un “Oleee…!” cuan revancha de volantero a ese desinterés del vulgo en tránsito. Y es que Ladrillito era un payaso de cuento, y el peor de todos los cuentos era la oferta del día: De esos volantes no salía otra cosa que mentiras. Y qué culpa tenía Ladrillo que el cemento fuera trucho. Que la cal pesara menos de lo que decía la bolsa; y que la arena mojada a la final se achicara. Culpa, no se si llamarlo culpa… pero Ladrillo sabía, y sin embargo salía todos los días al ruedo trastabillándose en pedo aun si ni siquiera tomaba, por culpa de esas pastillas que le vendía el cadete de la farmacia de enfrente, esas que él se afanaba. Todos, hasta los niños del rioba, creía en esos rulos; y es que eso era lo único que no era trucho en Ladrillo. Ese Juanjo era un tipo de profusa rulosidad, y con esa mala tintura para matizar las canas, las crenchas brillaban verde, medio mezcladas con rojo, que era herencia de su abuelo, un irlandés patoso oriundo de Hurlingham. Yo una vez lo vi en un bar en la estación de Haedo, esa donde sacan fichas pa’ver quién termina más en pedo. Me senté porque me llamó; me dijo: “Hoy vuelvo a ser yo mismo”, se pidió una de tinto, y se la empinó todita. Ahí nomás, sin más vuelta ni preámbulo ni nada me confesó, lengua ardida, que su pasión, la Bebida, no le impedía ver las cosas como son; que de la vida no se olvidaba y que siempre soñaba que un día, llegado desde la nada, un gran circo lo buscaba para llevárselo lejos, ávido de un payaso que maravillara niños bajo arcoiris de luces al grito de “Mi-la-ne-sa…, Mi-la-ne-sa…” Loco, dije ya yéndome, y como hablándome a mí mismo… Aquí este tipo que sueña… Y yo sin huevos por esta noche para hacer mis milanesas. Pa qué me habré dejado entretener por este payasín volantero…! Ahora otra vez terminaré comiendo fideos con manteca. Pucha que es cruel esta vida.

1 de junio de 2009

El Hijo del Gaucho Griego

Mario Nicanor de las Mercedes Papadopoulos nació estigmatizado. Su marca no era otra que la de ser el único hijo de un griego gaucho. Al menos eso creía su padre que era. Y esperaba de su vástago que, de un modo muy literal, éste fuera astilla de tal palo. Y digo literal porque ambos, padre e hijo, eran virtualmente de madera. Nada influye en mi juicio que el señor Papadopoulos se haya criado entre abedules y acacias: Hay gente de buena madera y otros que son de madera nomás. Y eso quería Don Griego (como lo llamaban allá en el pago de Chala Seca, Provincia de Santa Fe), para su hijo: Una vida de madera. Y qué acertado el gaucho griego! Su hijo realmente daba con el perfil. Sin embargo (siempre hay un sin embargo, aunque en esta familia los embargos eran cosa de todos los días), Mario Nicanor tenia otros planes para él y para su Vida. No es que el pobre tuviera un futuro imaginado ni nada que se le pareciese; es que Vida era su noviecita de la primaria. Y el Nicanor este andaba alzado con ella desde muy temprana Edad. Casi se diría que había nacido alzado el pobre gaucho frustrado. Y asumo como mío Lo de frustrado porque así era: Nican (como lo llamaban en su circulo de amistades) cargaba con esa pesada llaga de no poder ser el gaucho que su padre esperaba de él. Por eso, y porque sí nomás, casi siempre tenía problemas de erección a la hora de embocar, lo que no desesperaba a Vida, que era tan frígida como que se apellidaba Frigerio. El chico sabía que para ser feliz la única salida era por ruta 8. En Otras palabras, chau pueblo y si te he visto no me acuerdo. Pero Don Griego (tal vez si Ud. es de Chala Seca lo recuerde cómo Griego de Mierda, porque así daban en llamarlo algunos muchos), el padre de la criatura, no sabía nada de nada, pero menos de sutilezas; y no desperdiciaba oportunidad en recalcarle al muchacho lo mucho que lo defraudaba con esa pose amanerada, los pelos lacios teñidos de rojo y esa ropa toda ajustada que lo único que le faltaba era usar sandalias con taco y bla bla bla… Y es que Nican era un flogger, un artista de la pelotudez diaria, nada malo si se tiene doce años, pero a los 30 se interpreta un poco raro, sobre todo si se lo mira desde arriba de un Deutz 2430, que es un tractor muy conservador y Bastante alto, desde el cual la perspectiva favorece mucho a quien critica, y muy muy poco a quien fuma con filtro parado en la esquina de un pueblo sin asfalto, de zapatillas rosa y pantalón limón. Y como tenía que ser, un buen día Que Nican y Vida estaban casi listos para huir, el patriarca se brotó. Se había acabado el anís y tampoco quedaba ni caña siquiera cuando Nican entraba riendo a la casa acomodando su flequillo, casi como estirándolo (es que tenía unos rulos Que ni pa’gaucho servían, menos para hacerse el flogger); ahí nomás, de entrada en la cocina, lo abarajó Don Griego, el Gaucho de Mierda, el de la madera, y de un golpe de hacha seco como el pueblo, perfecto, pulcro y perfecto diría un animador de boxeo, de un solo golpe lo dejó sin cabellera… Volaron flequillos que, de tan truchos, en el mismo aire se enrularon cayendo en zarcillos al mosaico gris de la cocina de campo como colitas de chancho, y cuan finalmente aliviados. Nican, el flogger rapado, el Rebelde sin Casa (obviamente lo Estaban echando, no?) se desmayó; su carrera de flogger estaba acabada; y pa´skinhead no le daba. Y que razón tenía Don Mierda, el Griego para hacerle eso: Acaso podía existir realmente un Gaucho Maderero? Un invento griego..!! Pero andá a hacérselo entender al bruto de Don Papadopoulos, hombre De pocas letras y ninguna Idea. Y menos era posible Sin caña ni nada que lo endulzara, tanto como para que cantase alguna canción de Miranda de esas que, sin querer, a veces silbaba mientras aserraba los troncos creyendo que rendía homenaje a alguna zamba de Don Ata. De tal palo…