15 de agosto de 2009

Efecto Dominó

La química de la vida suele darnos sorpresas explosivas. Nunca sabremos muy bien cuáles son los elementos que pueden detonar la más inesperada de las circunstancias. A veces basta con estar ahí en el momento indicado. Incluso la combinación de un idiota con una gran injusticia alrededor puede dar como resultado una revolución. En este caso, un simple tablero de damas fue el campo de entrenamiento, y un club de jubilados el escenario. Y bastó quizás con que uno de los jugadores se llamara Ernesto y el otro Fidel para que, desde algún oscuro rincón del misterio, se engendrara una idea tan peregrina como la que el tercero en discordia va a tener en unos segundos. “Ahí ta… Saben lo que nos está faltando muchachada…?”, dijo Napoleón desde su silla de ruedas. “Yerba, otra vez?”, se lamentó Ernesto. “No, nooo… Yerba tampoco hay, pero no importará mucho cuando le diga lo que tengo en mente ahora que los veo batallar en este Campo de Marte cuadriculado (el de la silla de ruedas era fanático de su homónimo francés, por lo que todo lo relacionaba con la bélica vida de aquél)… Les digo que lo que nos está faltando es una buena revolución, chicos!” Los otros dos siguieron jugando pero no dejaron pasar la bravuconada del amigo espectador. “Bonaparte… a vos deberían llamarte Napoleón Mandaparte!”, lo desacreditó Fidel mientras se comía tres fichas del bueno de Ernesto, quien no era un avezado jugador de damas pero que de revoluciones sabía un poquito dado que había participado en la de los Azules y Colorados cuando estaba en la colimba, y desde entonces, por esas cosas de la vida, le tocaba ser parte en toda revuelta que anduviera dando vueltas por allí. “Yo me acuerdo que durante la rebelión Carapintada le volé la boina a un tanquista rebelde desde el balcón del piso 11 donde vivía mi hija con el Mauser que me llevé cuando deserté de la colimba”, aclaró Ernesto dándole aire y vida a la no muy bien recibida idea de Don Napoleón. “Y qué hacemos si ganamos…”, se anticipó Fidel, como asegurándose un final favorable en esta historia. “Cualquier cosa… Un mundo mejor por ejemplo… Qué se yo!” dijo entusiasta Ernesto antes que Napoleón desenvainara su bic y comenzara a apuntar las primera entradas del Libro de la Revolución. “Sí… peor que lo que hacen estos que están ahora, imposible…”, agregó el escribiente, en una notable descripción no sólo del gobierno de turno sino de todos los turnos y gobiernos que habían pasado por la tierra que albergaba al Club de Jubilados La Bocha Corta, de Escobar. “Fijate que hasta Perón le está errando feo”, acotó Fidel, algo extraviado. “Qué Perón ni perodonte! Ese ya se fue hace rato…”, aclaro los tantos Fidel, para tranquilidad de la masa obrera. “Ahora está el General Onganía che…”, agregó como para dejar en claro que la actualidad no era su fuerte. “Ese moralista hijo de su buena madre… Ya va a ver cuando engrase mi Mauser”, se envalentonó Ernesto mientras trataba de acordarse a dónde había ido a parar el fusil ese después de la mudanza de su hija. “Che, mejor nos organizamos eh…”, propuso Napoleón, que no era el escribiente por casualidad. “…Establezcamos el Plan de Acción, así lo anoto“. “Claro!”, dijo seguro Fidel… “Punto 1: Tomar la Casa Rosada…”, como para no dejar dudas de que la cosa se resumía al todo. “Epa epa… vamos rápido…”, se ofuscó un poco el de la silla de ruedas, como intentando dar cauce a un plan mejor pergeñado. “…Primero hay que llegar hasta allá… yo monedas, no tengo”, sentenció en un rapto de autocrítico realismo. “Iremos caminando”, sentenció Ernesto poniéndose y levantando al cielo el botellón de suero que solían darle por las mañanas en forma endovenosa. “…Dónde se ha visto un grupo de revolucionarios llegando en colectivo… Y si las cámaras no enfocan bajando por la puerta de atrás?… Un bochorno!”, cerró convincente y contundente a viva voz, antes de tener un acceso de tos que le duraría como diez minutos. “Sí, además yo tengo que esperar que venga el 60 que tienen rampa para discapacitados, que no pasa nunca el desgraciado…”, se quejó Napoleón, exacerbando ese sentimiento de desigualdad que envalentona a todo revolucionario a ir hasta el fondo de las reformas. “Callate maricón, que nunca pagás boleto vos con esa silla rumbosa que empujamos siempre nosotros…”, se despachó Fidel, como sacándose una espina clavada en la campanilla del alma hacía siglos. “Te voy a dar maricón a vos hijunagran…” lanzó ofuscado, tocado en su más profundo ser el ofendido; y empuñando la bic cuan daga se avalanzó sobre el insultante camarada sin demasiado éxito dada su escasa movilidad, pero con el suficiente rango de acción como para tirar al carajo el tablero de damas con todo y mesa. Pasada la afrenta y juntadas las fichas del suelo (tarea que a los revolucionarios les llevó hora y media dada sus avanzadas edades y las consabidas complicaciones visuales y lumbares), se calmaron los ánimos y se fueron a dormir: La mañana siguiente sería clave en el destino de toda una nación… y quizás de la humanidad entera. A eso de las cinco de la madrugada Ernesto entró en la habitación de Napoleón, y juntos fueron por Fidel, que era el único que dormía con una viejita ocasionalmente. La vieja roncaba tan fuerte que casi no podían despertar al camarada, lo que los obligó a gritar (y no es que, por lo usual, hablaran en voz baja, eh… todos padecía cierta dulce sordera). En eso estaban cuando se despertaron otros viejos del geriátrico donde vivía Fidel, y casi todos concluían en que acompañarían a los revolucionarios en su periplo triunfal hasta la Casa de Gobierno. A las cinco treinta ya estaban en la ruta, soportando la ignominia de los bocinazos de camioneros frustrados por tanta explotación de un sistema que no respeta a las personas como ellos. Así se iban dando manija, kilómetro a kilómetro (en realidad debería decir metro a metro, dada la lentitud de la marcha). Pero como nada es casual en la vida, esa lentitud fue la mejor de las circunstancias para que esa revolución triunfe: la caravana de nueve viejitos locos que empezó en el geriátrico de Fidel ya se había convertido en una columna de setenta personas que, conmovidas o simplemente solidarias con ellos los seguían en su andar hacia la Capital. A los sensibles agreguémosle los resentidos; a estos, los decepcionados… A los decepcionados y resentidos, los vengativos; y a todos estos, los familiares. Porque hijos y nietos, obviamente, a medida que se iban enterando por los medios se acercaban a sus padres-abuelos dado que, simplemente, no entendían de qué se trataba todo esto y temían algo malo. Qué ilusos! Malo es un eufemismo al lado de lo que tramaban estos hombres de temer. Para cuando cruzaron la General Paz (siete días después), más de dos mil personas completaban las dos cuadras y media de extensión de la columna que entraba en Capital para derrocar al gobierno y tomar el poder. Fue una larga jornada de orgullo y patriotismo la que los llevó hasta la Plaza de Mayo (los viejitos se tomaron el subte en la estación Congreso de Tucumán, por recomendación del Doctor Zin y de Cormillot, quien no paraba de dar notas al respecto en todos los canales -NdelR). Pero en el andar de esa gloriosa marcha se fueron sumando más y más adeptos, llegando a los setenta mil al momento de dar el grito que habían venido a proclamar: “Rendite Lanusse, en nombre de la Revolución… Estás Rodeado”, gritó Napoleón desde su silla encabezando la columna Sur. “Tu hora a llegado, Lombardi… El pueblo está con nosotros”, fue el grito casi simultáneo de Ernesto, al frente de la columna Norte. “Videla, Massera y Agosti… Se les terminó la farra… Entréguense vivos o muertos, pero entréguense”, anunció de frente a la puerta principal de La Rosada el mismísimo Fidel, jefe de la columna Oeste. Claro, era viernes y en Casa de Gobierno sólo quedaban algunos empleados de poca monta, quienes alcanzaron a huir por los túneles subterráneos hacia la línea B y arreglate vos… La gente no esperó a que los generales de la revolución entraran triunfales; arremetieron contra las rejas (que de muy buena calidad no son, hay que decirlo), derribaron la puerta y saquearon la Casa Rosada dejando nada más que la desolación de la tierra arrasada que toda revolución necesita para reconstruir su ser nacional y popular. Hubo quien cagó en el Sillón de Rivadavia, como ejemplo de lo que el pueblo (o el culo del pueblo) siente por aquellos próceres de libro con cuyas historias fueron torturándose a generaciones y generaciones de argentinitos que no alcanzaban a aprobar historia, coartándoles así su derecho a una vida mejor y condenándolos a trabajar como kioskeros, albañiles, ferreteros, peteros, plomeros, colectiveros, basureros, y demás Eros (lo que no incluye a Ramazzoti quien la ha juntado en pala gracias a la sordera popular y, además, no es argentino). Afuera, en la Plaza del Pueblo, los móviles de la televisión y de la radio no paraban de entrevistar a los tres prohombres del caos nacional, aun incrédulos de lo que estaba pasando. “Señor Bonnette, señor Bonnette… está toda su familia apoyándolo aquí, vemos…”, le decía un viejo lobo de la radio argentina a Napoleón, quien se encontraba abrazado a su hijo y rodeado de un par de sus nietos quienes lloraban. “Sí, mis hijos vinieron por mí… pero no para apoyarme sino para llevarme de vuelta al geriátrico ese de mierda…”, se despachó a viva voz el de la silla mientras luchaba con uno de sus hijos por permanecer en la plaza mientras este le empuja la silla hacia donde estaba el auto de la familia y el revolucionario resistía a puro freno de mano nomás. “Es que está loco, mi viejo está pirado… Es un hombre medicado porque su cabeza ya no funciona bien…”, se justificaba el pobre “hijo de“, mientras persistía en llevarse el mentor de la revuelta popular vernácula. “Andá vos a ese depósito de viejos! Te creés que me vas a encerrar de nuevo mientras vos te vas de fin de semana al campo…”, retrucó el general de la revolución, más seguro que nunca de su argumentación, por años mascullada en la soledad de ese agujero llamado “casa de reposo”… “Pero no… si yo también vivo encerrado en esa oficina donde laburo, papá…!”, se defendió el avergonzado y sobrepasado hijo de la revolución… “Y jodete por pelotudo…”, le espetó Napoleón, como corresponde a un General del Pueblo que no tolera la mariconada, y mucho menos si ésta proviene de la sangre de su sangre. “Cómo fue… Cómo fue señor Papastrini que se gestó este golpe popular…”, gritaba la cronista de un canal “serio” de televisión abierta, corriendo detrás de Ernesto con los pelos todos parados y el maquillaje desencajándole aun más su poco encajada cara. “Y… estábamos aburridos…”, confesó este Padre de la Revolución. “…Nos habían robado el dominó la semana pasada… Y las damas no dan para jugar de a tres”. Y sí…, motivo de más para patear el tablero.