17 de mayo de 2010

El Chonguito

Julián comprendió muy temprano cómo era esto de satisfacer a una dama. Le bastaban esos quince temerarios abriles para ver por dónde corría la liebre del misterio femenino: una buena noche tres veces por semana y nada de preguntas era su fórmula ganadora. Y cómo no!... Si estaba lo suficientemente dotado como para que en el barrio (orinada en pared de potrero mediante) lo apodaran “El Chongo”. Y esto era así desde los cinco eh. Ahora, diez años después, ya no había potreros dónde corretear sino peatonales llenas de mujeres maduras con gordas carteras (y algunas otras partes igualmente sobrecargadas) a las que atender. Esto había empezado, como casi todo en su vida, sin querer: Un amigo de su hermano Beto se lo encontró en la calle y él, que siempre andaba al pedo porque no estudiaba, lo acompañó. El tipo este se dio cuenta enseguida que las minas se babeaban por el pibe, y que el pendejo no se avispaba de eso de puro pendejo que era. Entonces empezó a llenarle la cabeza con historias de minas con guita que lo habían mantenido durante la mitad de su vida siendo él un adefesio -con algo de labia, eso sí, y buena presencia. Que cuán grande era la oportunidad que se le había dado al pibe, que era fachero y bla bla bla… La cosa es que el Chongo picó, y dado que el trabajo no era su materia predilecta (nunca lo es a los quince), decidió pararse a hacer esquina en la peatonal de Lomas de Zamora una tarde de primavera en que las veteranas comenzaban a dejar su hibernación para liberar piernas y escotes al aire cuan colegialas en tacos. Al principio fue un tanto duro: el pibe no se animaba a nada con ninguna… Y a las maduritas ni las miraba. Apenas si entablaba medio diálogo con las nenas de su edad, algunas ya todas unas gatas en eso de encarar. Y lo encaraban! Pero al pibe, todavía, se le escapaba la liebre. Y para eso estaba Jaime, el amigo de Beto. Para él era ya un buen negocio pararse junto al púber, cuyos ojos celestes y su metro noventa le daban suficiente cartel como para atraer al menos a la cuarta parte de las mujeres que pasaban (la otras tres cuartas partes estaban obviamente seducidas por las ofertas de vidrieras, cuándo no). De a poco el pibe fue aprendiendo a mirar, a sonreir, a pedir un cigarrillo a las que había que atraer: señoras de treinta y cinco a cincuenta ávidas de nuevas experiencias o de viejos vicios. Aprendió a vestirse como todo un dandy: camisa blanca y saco azul muy oscuro, pantalón al tono o jean, si era de tarde. Claritos si pintaba el claor... Nada de esas camisas hawaianas llenas de flores color verde agua, bermudas de combate ni collarcitos de feria hippie. Volaron rulos y piercing: un corte modernito y a cazar. Para pendejadas bastaba su cara de nene y esos dientitos separados del medio que ya lo delataban como púber luismiguelesco. Además de esa insipiente barbita que siempre parecía de dos días porque no se animaba a crecer, quizás por falta de hormonas todavía. Y el gran día llegó. Matilde no era de esas mujeres que dudaban; ni bien lo vió supo que lo quería en su cama, que ese era el juguete ideal para tener una noche y encontrarlo sobre la mesita de luz al despertarse a la mañana siquiente. Y así fue. El pibe la acompañó en el auto de ella hasta un departamento a unas cuantas cuadras. Allí Julián extrajo el arma que la daría fama de amante serial y la señora cuarentona (separada según ella pero no divorciada) se quedó paralizada por un instante antes de arrojarse boquiabierta sobre el sexo del pibe. Será ilegal, pero era inevitable. El amigo de Beto estaba contento. Pensaba que él solo había hecho de ese perdedor todo un gigoló… El problema radicaba en los atributos ocultos del nene. Cualquier señora más o menos maltratada sexualmense se volvería loca ante la obscenidad de semejante oferta. Y así le ocurrió a Matilde. Ya evaluaban dejar la esquina y mudar el emprendimiento porque la pobre no dejaba de acosar a pibe: cada tarde se les aparecía en busca de más y más, y así el negocio se enturbiaba. Y si bien Julián no se animó a cobrarle la primera noche, la matraqueada aquella hizo que la buena de Matilde llegara hasta a ofrecerle el coche “prestado sin compromiso” al amigo mayor con tal de tener vía libre con el nene. Un día aquél muchachón aceptó, a sabiendas que ofertas como esas no sobrarían... y sin avisarle al púber se las tomó con el 307 de la tórrida veterana para nunca más volver. Entonces, ya sin tutor, Julián se largó por su cuenta. Al principio creyó que todo había terminado y que lo que le esperaba era una vida normal como la de cualquier pibe de su edad. Pero las cartas ya estaban echadas y las pocas noviecitas que frecuentó lo echaron de sus casas al ver que las trataba como si fueran meras clientas. El pibe se había convertido en un profesional… y ya no había vuelta atrás. Eso de gritarles “puta, cómo te gusta eh...”, whisky en mano a las chicas de quince no era precisamente algo de lo que jactarse. Pero con las veteranas funcionaba tal y como Jaime le había enseñado. Así que volvió a buscarse una esquina, esta vez en Adrogué… Y las clientas no tardaron en llegar. De Adrogué se fue a Capital… Y de Capital a la Costa… Pero un día se cansó. Ya no era ese pendejo inexperto en busca de aventura. Sus erecciones ya no eran eternas... Y aprovechando que había juntado unos mangos, creyó conveniente sentar cabeza. Era cuestión de encontrar a la gallina de los huevos de oro que no fuera el bagayo que le rompiera los huevos (como solía ser su madre con su padre). Julián estaba dispuesto a formar una familia. Pero para él, pensar en un trabajo normal era como para cualquiera de nosotros pensar en ser astronauta: él sólo sabía satisfacer mujeres. En ninguna otra cosa era bueno; ¡siquiera mediocre! Por eso la mujer que eligiera debía sin dudas estar en posición de bancar a un hombre y tener la necesidad de mantenerlo al lado con tal de recibir buen sexo. Eso se propuso. Pero enseguida se encontró frente al gran dilema: la mujer que es capaz de estimular semejante deseo sin que el sexo sea un trabajo seguramente no necesitará pagar por ello. Le bastará con una mirada al hombre que desee, en cualquier bar o reunión. Por otro lado, la que necesite a alguien al lado tan desesperadamente que considere mantenerlo con tal de no perderlo seguramente sea una mujer sola debido a que no es facil de desear (y mucho menos de empomar). Él sabía cómo hacerlo, era capaz de sacar un orgasmo de un repollo... pero el pibe consideraba que ya era hora de jubilarse; de disfrutar del sexo cuando fuera propicio y no por cumplir a cambio de algo. Iluso, no sabía nada de la vida. Ahora se venía lo más duro. Y fue con Alejandra D., una abogada de Mar del Plata con quien se animó a quedarse cama adentro. La paraguaya (así le decían por su origen mandioquero) era una mujer bastante mayor como para no andar con cualquiera, pero aun lo suficientemente deseable como para merecer darle sin problemas. Y la guaraní quiso; quiso esa mandioca humana para ella sola. Entonces orquestó toda una organización alrededor del joven chongo como para no levantar la perdiz: No sería bien visto en los Tribunales Marplatenses que una mujer de ley anduviera con un pibito treinta años menor. Así le inventó un cargo: Secretario Full Time. ¡¡Para qué,,,!! El que no quería laburar tuvo que aprender el oficio. Empezó con llevarle la agenda y terminó yendo y viniendo de los juzgados por ella, mientras la señora disfrutaba las tardes con sus amigas y/o amigos en el club de campo. Ah, eso sí: cada noche, puntualmente, él aprendió a decir no: “Esta noche me duele la cabeza, amor”, solia excusarse Julián, el Chongo. Quién lo hubiera dicho, a sus veintidós añitos.