4 de diciembre de 2010

El Loquito de Mierda

“Qué lindo día para salir a matar” dijo él mirando al cielo y respirando hondo. Y, no le decían Loquito de Mierda porque sí… Estaba realmente dañado el pibe de Ituzaingo que ahora habitaba un depto bastante bien amoblado que había heredado de la abuela cheta en Barrio Norte. Es que el émulo del Petiso Orejudo no era ningún pobrecito: educado en los mejores colegios de Buenos Aires (que fueron muchos porque de todos lo rajaban con honores), el tipo conocía el way of life de cualquier bacán, así como le sobraba chamuyo para zafar de cuanta gayola en la que lo quisieran encanutar. Y es que el Loquito había estudiado abogacía, relaciones públicas, psicología… además de cocina macrobiótica, pero esto último no le daba gran ventaja frente a la cana en general. Así que casi toda su vida se había dedicado a joder a los demás, pero no como lo haría un abogado, un psicólogo, o un mal cocinero sino a joder por joder nomás, de puro capricho de loco. Este no era el tipo de loco que viola a una mina, no… Era más capaz de empujarla del bondi al momento de descender, sólo por arruinarle la cara contra el pavimento si acaso la piba era una baby face. Tampoco era de esos que te secuestran para hacerse de tu guita, para qué?.. No… Éste te secuestraba y te llevaba a la popular de Boca con una camiseta de River puesta, para que te murieras de miedo mientras caías desde la segunda bandeja de la Bombonera arrojado por la 12. Era perverso, sádico… De hecho, decían que había sido amigo del menor de los Saadi. Resulta que este cheto emputecido (él ya no le daba mucha bola a las minas sino que se lo relacionaba sólo con chonguitos freakies últimamente), venía portándose más o menos bien hasta hoy… Pero como todo loco, tenía mañanas y mañanas. Y ésta era una de esas que seguramente terminaría en sangre. Y así fue que el Loquito se puso los Rayban oscuros y encaró por Av Santa Fe donde compró ropa deportiva y un bate de béisbol. Después, sonrisa flor de labios, bajó hasta Reconquista y se paseó por la nueva peatonal porteña llevado por cierto aire de libre felicidad, preámbulo seguro del momento de gloria que pronto iba a llegar: sólo faltaba la excusa… Y la excusa siempre llega. Ella manejaba un Mercedes Sedán plateado, un tono que molestaba por demás al loquito por su falta de personalidad. Pero eso no habría sido nada si la chica no hubiera sido tan joven, tan bella, y tan arrogante como para pretender pasar con su auto por el medio de esa calle para peatones. Y si bien no era la única, y venía a dos por hora
ella cometió el terrible error de tocarle bocina al Loquito de Mierda que venía floreándose en su locura mientras elegía qué cabeza reventar… Y ahí estaba ella, la cabeza perfecta! Rubia, desubicada, rica o mantenida. Hueca como debe ser. “¿Cómo sonará una cabecita tan vacía?” Se preguntó el Loquito. ¡Qué plato tan bien servido para la felicidad del trastornado! Ahí mismo la arrancó para afuera del auto por la ventanilla, la que rompió con el bate de aluminio… La levantó en el aire de los pelos y la arrojó contra un ciclista que pasaba, el cual fue a parar contra una mesa donde unos ingleses se tomaban la décima cerveza de la mañana, lo que provocó que los piratones (ya entrados en carnes y años) reaccionaran como si se tratara de la invasión a las Malvinas, y al grito de “Falklands are English” le empezaron a dar duro al bici mensajero, quien claro fue defendido por unos motoqueros que se tiraron de las motos a darles duro a los desubicados british que, para colmo, vestían horrendas remeras estampadas con el Union Jack pintado, ese pabellón de rayas cruzadas en rojo, azul y blanco que los punk tan irónicamente hicieron popular… A la mina no tardaron en afanarle el reloj Cartier, la cartera Gucci, los zapatos Sarkany, el vestido de Romano y hasta la bombacha Caro Cuore (y sí, es el efecto cebolla, más adentro vas, más te hace llorar). A ella, el golpe le afectó; pero lo que realmente la hizo llorar fue que todo el mundo viera que su lingerie no iba a tono con su bijouterie, y menos con el resto de sus enceres. El Loquito cantaba de felicidad, y al rítmo de la Marsellesa (quién sabe si habrá sido el Cartier lo que lo inspirara) iba rematando a golpe de bate las cabezas de los que salian de aquella batahola, sin discriminar entre criollos y extraños, ni entre cristianos y herejes (la locura, si algo no tiene es ideología o teología… mucho menos identidad nacional). Entonces llegó la frutilla del postre, lo que esperaba el Loquito con disimulable ansia: Llegó el macho de la rubia, un tipo de unos cuarenta y cinco, de impecable traje Dior azul noche y gemelos de marfil, quien insinuó agacharse a levantar a la llorosa y desnuda muchacha. Justo entonces se acercó el Loquito y le dijo “Cuidado..! No vio cómo tiene corrido el maquillaje la señorita?”, lo que provocó en el hombre ese pequeño segundo de duda que le dio al Loco el tiempo de levantar el bate de béisbol lo suficiente como para asestarle un jonrón perfecto que le hizo volar la cabeza rodando Reconquista abajo… lo que el Loquito de Mierda festejó con un histérico “¡¡¡¡Ganadoooorrrr!!!!” mientras corría por la calle levantando las rodillas cuan beisbolista en su noche de consagración. Para cuando la policía llegó, el “jugador” ya no estaba en la “cancha”. Allí sólo quedaban rostros amoratados, cuerpos desparramados y muchas cabezas sangrantes; una mujer desnuda sentada en la vereda, inmersa en un ataque de histeria, todo el maquillaje diluido y chorreado haciéndola ver como un maorí en trance ceremonial… un torso de hombre muy bien empilchado… y más allá una cabeza suelta de cabellos cortos muy bien arreglados cuya expresión parecía decir “Maquillaje… cuál maquillaje?”. La policía cerco el perímetro y comenzó una investigación por “Atentado Terrorista” que nunca prosperó. Un motoquero que milagrosamente sobrevivió dice haber visto al Loquito llevarse su moto (no se sabe si fue cierto o si el tipo quiso estafar al seguro). El Loquito, por su parte (y fiel a su estilo) no volvió a matar usando un bate… Ese seguramente fue directo a su sala de trofeos. Esa en cuyas paredes el abuelo, de muy mal gusto, solía colgar las cabezas de las presas que cazaba, pobres animales duros, muy peludos ellos. “Yo ni loco cuelgo una cabeza acá”, me dijo el Loquito de Mierda después de contarme su epopeya, mientras fijaba a la pared el bate “ganador“.