René tenía una extraña pero muy preciada virtud: Era atractivo. No es que fuera bello ni seductor en el sentido en que lo entienden publicitarios y mujeres en celo. No, René atraía a la gente. Y esto, que parece muy copado, era para él un verdadero calvario.
Ya desde muy niño, él sintió que algo raro pasaba en sus relaciones infantiles. Se daba cuenta cuando, en primero y segundo grado, llegaba a su casa y sus padres se veían en la obligación de llamar a los padres de los otros niños, todos compañeritos, que venía adosados a él. Su atracción de parte de los otros era tal, aun en su más temprana edad, que las otras aulas se vaciaban porque todos los chicos se arremolinaban alrededor de la puerta y la ventana más cercana al alumno René. Y él no podía manejar eso. No tenía ni el don de la agresividad siquiera, como para espantarlos.
Los padres hicieron como si nada. Nunca consideraron que esta particularidad de su único hijo fuera algo parecido a una enfermedad. Entre la miopía del padre y la obesidad de la madre, René no podía contar demasiado con sus progenitores. Ya era bastante con soportar las peleas entre ellos cada noche. Y claro, entre el miope que no veía un pito (mucho menos el suyo propio) y la gorda que era inembocable, la tensión hacía saltar los tapones de la convivencia a la hora en que las velas dejan de arder. Así fue que el niño creyó que esa atractividad suya era algo que podía pasarle a cualquiera. Eso duró hasta que tuvo doce años. A partir de entonces, René se sintió un fenómeno.
Llegó la adolescencia y el joven René era el centro de las reuniones: si buscabas a alguien seguramente lo encontrarías alrededor de René, cerca… muy cerca. O encima de él ! Será por eso, o porque odiaba a la gente y a las reuniones, que a René no lo invitaban a ninguna. Y eso lo hacía más resentido aun. Claro, los invitados, los compañeros de secundaria, todos preferían quedarse al pedo con René mirando pasar bondis por Camino Negro que ir a la mejor de las fiestas negras que los otros organizaran. Hasta los dueños de boliches bailables estaba alterados con la sensible baja en las ventas desde que la generación de René copó la parada. En las discos y bailantas los encontrabas más grandecitos o mucho menores pero nunca de la edad de René: esos estaban con él, pensaban todos. Y es que basta el mito a veces para justificarlo todo.
Sufrió varias amenazas el pibe debido a esto. Y atentados! Una vez lo esperaron en la oscura esquina de su casa para algo que seguramente no sería felicitarlo… Pero les fue imposible sortear a la muchedumbre para llegar a él. Y es que el pobre René nunca estaba solo.
Lo eligieron Presidente del Centro de Estudiantes del colegio cuando él ni siquiera se había postulado. Lógico si se piensa que era, por lejos, el de mayor convocatoria. Había otro candidato, el Ruso Jiménez, quien le disputo palmo a palmo la candidatura… Pero si bien el Ruso era muy popular por sus convicciones, René lo era más porque sí. Y es que los compañeros preferían votar en la misma línea que el Atractivo; en la misma línea y el mismo cuarto oscuro. La elección fue impugnada por eso: era imposible separar a la masa que lo rodeaba y entonces todos los votos, más de la mitad del total, fueron anulados. Eso salvó a René de caer en las redes sucias de la política, que siempre busca fenómenos atractivos como él a quienes impulsar al éxito.
Sin embargo, la peor etapa fue la de la juventud. Perdido en su soledad imposible, siempre rodeado de un séquito de conocidos y desconocidos, René descubrió al amor de su vida: Latoya. Ella también odiaba a la sociedad, y más ahora que era amada por René, el gregariópata. La sociedad era, ahora, lo que los separaba… O al menos, esa parte de la sociedad que se pegaba a su pretendiente y hacía que un beso fuera algo así como ir a ver a los Rolling Stone al césped. Esa relación no duró mucho. Ella le dijo no estar lista para el sexo grupal. Él la comprendió. Sobre todo porque él odiaba a los Rolling tanto como ella.
Cansado de intentar tener una vida normal, harto de subir a un colectivo vacío y que todos se suban al mismo bondi y se sienten alrededor de él porque sí; frustrado de intentar jugar tenis y tener veinte compañeros de dobles repentinamente, René buscó la lejanía, el autoexilio como forma de exorcismo. Pensó que quizás muy lejos ese fenómeno amenguaría o quizás desaparecería. Entonces aprovechó los ahorros que encontraba en los bolsillos de los pesados que siempre estaba encima de él para viajar.
Cruzó el charco y se instaló en Valencia, previo paso por Madrid, donde los madrileños se le pegaban todo el tiempo. Ya el vuelo había sido complicado, dado que el peso del avión se desbalanceada por culpa de esos desubicados que se la pasaba saltando de sus asientos para sentarse en el pasillo junto a él, o bien en su falda. Y no saben lo incómodo que puede ser volar doce horas con un gordo hincha de Racing a upa. Pero duró poco en tierras españolas. Dado lo difícil que le era viajar sin atraer las miradas (y los cuerpos) de los otros viajeros, René decidió, a instancia de lo cerca que resulta todo por aquellas tierras, caminar. Se convirtió en mochilero. A los diez kilómetros ya era el mochilero más popular del país: había por lo menos cien personas caminando junto a él, que fueron más de mil cuando se detuvo en la gasolinera que estaba a cincuenta kilómetros de la salida de la ruta a Valencia. Él sabía cómo escapar de esas: normalmente permanecía quieto, en algún lugar abierto, se sentaba… Y cuando todos lo hacían, él corría desesperadamente hacia algún medio de transporte. Alguna vez se había entregado a la policía para escapar de un grupo de punks en Parque Rivadavia. También había tenido socios de escape: un primo, Renzo, solía buscarlo con su taxi cuando las papas quemaban y la multitud se ponía insoportable. Pero el primo era un laburante, un profesional… y le cobraba. Esta vez había un camión rutero justo enfrente, cuya puerta abierta invitaba al escape. Y a correr !
En Valencia la cosa no cambió mucho. El valenciano es tranquilo pero también dejado a las atracciones, de puro aburrido. Así que allí no pudo zafar tampoco. Pero en esa estada tuvo la revelación que le daría sentido a su don (por llamar a esa atracción absurda de alguna manera medianamente interesante). Trató de trabajar como simpatizante profesional de diversos deportes, en productoras de TV integrando paneles de participantes o tribunas de “chupamedios” (esos chupamedias que aplauden cuando alguien se los indica o ríen ante el cartel “risas” que otro chupamedios de mayor jerarquía levanta). La cosa es que mientras no se daban cuenta de su problema, todos creían que esas aglomeraciones se debían al gran éxito del programa, o a la masiva adhesión a un cierto equipo de un cierto deporte. Una nutrida fila no sorprendía a nadie, pero cuando las instalaciones rebasaban sus capacidades la cosa se ponía de castaño a oscuro. Ahí es cuando René desparecía. Justo antes que los organizadores se percataran del fenómeno.
Un día, en un chat, un tío le dijo: Oye, tu deberías deshacerte de todos esos que te rodean sin sentido… Un día ponte una bomba y termina con esto!
Bingo! René sintió que esa era la gran idea, el deseo oculto que callaba desde la primera vez que comprendió lo absurdo de su destino. Pero tenía que tener sentido ese sacrificio. No era cuestión de dar la vida de tanta gente por nada. La idea dio vueltas por su cabeza, cansado de lidiar consigo y con tantos. Pero siguió viaje.
Italia, Serbia, Albania, Grecia… Todo siguió igual. Turquía, Siria, Irak… Líbano. Un poco caminando, otro tanto corriendo y subiéndose a algún vehículo inesperadamente. Así llegó el fenómeno René a la zona más caliente de Medio Oriente.
Allí lo recibieron como a un héroe nacional. Detrás de él, doce mil otros atraídos venían cuan legión de incondicionales, hombres, mujeres, niños, vendedores de alfombras… En Beirut lo agasajaron (a él y a aquellos de los doce mil que entraron en el palacio) como a un príncipe. Habían visto en él una suerte de nuevo Mesías, un Mahoma extranjero. Un Che Guevara sin ideales. Y es que le reservaban un destino, una misión final exoneratoria.
Lo llevaron a un campo de entrenamiento. Los llevaron, en realidad, ya que era imposible aislar al atractivo René de su séquito de atraídos: Todo intento de separación duraba apenas un minuto, al cabo del cual ya se encontraba acompañado, rodeado de camaradas haciendo exactamente lo mismo que él. No bastaron los innumerables disparos al aire ni los disparos a matar: otros reemplazaban a los caídos inmediatamente, cosa que desconcertaba a los guardias de aquél campo. Los jefes a cargo decidieron que si Mahoma no iba a la montaña, la montaña debía irse al carajo, y justo cuando iban a abandonar el entrenamiento y ajusticiar al complicadísimo René, llegó una llamada salvadora que más que una opción era un ultimátum. La misión estaba lista. Había llegado El Gran Día.
René fue llevado ante el Líder, un hombre de pañuelo en la cabeza y Kalashnikov al hombro. Éste lo beso dos veces, lo tomó de ambos brazos a la vez y, de frente y a los ojos, le dijo: Vas a morir por nosotros. Al menos eso fue lo que le tradujeron a René, aunque más sensato era pensar en un “Vas a morir con nosotros” dada la naturaleza de su don.
Y fue asi nomás. Aquellos que lo habían querido utilizar para sus planes de combate guerrillero como hombre-bomba, no pudieron alejarse a tiempo. Esa cualidad tan atractiva de René el Atractivo termino siendo su fatalidad (la de él y la de todos los otros). El Hombre-Bomba que odiaba a la humanidad había encontrado al fin su destino; el modo de deshacerse de sí mismo, de su trágico don y de todos los pesados que durante el último tiempo se le habían pegado como moscas. Y qué lindo que es matar moscas, verdad.