
ella cometió el terrible error de tocarle bocina al
Loquito de Mierda que venía floreándose en su locura
mientras elegía qué cabeza reventar… Y ahí estaba
ella, la cabeza perfecta! Rubia,
desubicada, rica o mantenida. Hueca como debe ser.
“¿Cómo sonará una cabecita tan vacía?” Se preguntó
el Loquito. ¡Qué plato tan bien servido para la
felicidad del trastornado!
Ahí mismo la arrancó para afuera del auto por
la ventanilla, la que rompió con el bate de
aluminio… La levantó en el aire de los pelos y
la arrojó contra un ciclista que pasaba, el cual
fue a parar contra una mesa donde unos ingleses
se tomaban la décima cerveza de la
mañana, lo que provocó que los piratones (ya
entrados en carnes y años) reaccionaran como
si se tratara de la invasión a las Malvinas,
y al grito de “Falklands are English” le empezaron
a dar duro al bici mensajero, quien claro fue
defendido por unos motoqueros que se tiraron
de las motos a darles duro a los desubicados
british que, para colmo,
vestían horrendas remeras estampadas con el
Union Jack pintado, ese pabellón
de rayas cruzadas en rojo, azul y blanco que
los punk tan irónicamente hicieron
popular… A la mina no tardaron en
afanarle el reloj Cartier, la cartera Gucci,
los zapatos Sarkany, el vestido
de Romano y hasta la bombacha
Caro Cuore (y sí, es el efecto cebolla,
más adentro vas, más te hace llorar).
A ella, el golpe le afectó; pero lo
que realmente la hizo llorar fue que
todo el mundo viera que su lingerie no
iba a tono con su bijouterie, y menos con
el resto de sus enceres.
El Loquito cantaba de felicidad, y al
rítmo de la Marsellesa (quién sabe
si habrá sido el Cartier lo que lo
inspirara) iba rematando a golpe de
bate las cabezas de los que
salian de aquella batahola, sin
discriminar entre criollos y extraños, ni
entre cristianos y herejes
(la locura, si algo no tiene es ideología
o teología… mucho menos
identidad nacional). Entonces llegó
la frutilla del postre, lo que esperaba
el Loquito con disimulable ansia: Llegó
el macho de la rubia, un tipo de unos cuarenta
y cinco, de impecable traje Dior azul noche y
gemelos de marfil, quien insinuó agacharse a
levantar a la llorosa y desnuda muchacha. Justo
entonces se acercó el Loquito y le dijo
“Cuidado..! No vio cómo tiene corrido
el maquillaje la señorita?”, lo que
provocó en el hombre ese pequeño
segundo de duda que le dio al Loco
el tiempo de levantar el bate de béisbol lo
suficiente como para asestarle un jonrón
perfecto que le hizo volar la cabeza rodando
Reconquista abajo…
lo que el Loquito de Mierda festejó con un histérico
“¡¡¡¡Ganadoooorrrr!!!!” mientras corría por la calle
levantando las rodillas cuan beisbolista en su noche
de consagración.
Para cuando la policía llegó, el “jugador”
ya no estaba en la “cancha”. Allí sólo
quedaban rostros amoratados, cuerpos
desparramados y muchas cabezas sangrantes;
una mujer desnuda sentada en la vereda,
inmersa en un ataque de
histeria, todo el maquillaje diluido y
chorreado haciéndola ver como un
maorí en trance ceremonial… un torso
de hombre muy bien empilchado…
y más allá una cabeza suelta de cabellos
cortos muy bien arreglados cuya expresión
parecía decir “Maquillaje… cuál maquillaje?”.
La policía cerco el perímetro y comenzó una
investigación por “Atentado Terrorista” que
nunca prosperó. Un
motoquero que milagrosamente sobrevivió dice
haber visto al Loquito
llevarse su moto (no se sabe si fue cierto o
si el tipo quiso estafar al seguro). El Loquito,
por su parte (y
fiel a su estilo) no volvió a matar usando
un bate… Ese seguramente fue directo a su sala de
trofeos. Esa en cuyas paredes el abuelo, de muy mal
gusto, solía colgar las cabezas de las presas que
cazaba, pobres animales duros, muy peludos ellos.
“Yo ni loco cuelgo una cabeza acá”,
me dijo el Loquito de Mierda después de contarme
su epopeya, mientras
fijaba a la pared el bate “ganador“.