Era un payaso empastillado.
Un borrachín desalineado
que de vejete se dio
por abstemio y ya era
tarde para reivindicaciones,
lo que sin mucha vuelta
lo llevó a los psicofármacos.
Así salía a la arena:
Dando tumbos y aspavientos.
Los brazos trepando
del aire, un lugar
del que nadie puede jamás
Agarrarse; y es que
Juanjo lo intentaba
pero el aire siempre,
siempre lo esquivaba. Dije
salía a la arena no
porque el circo fuera su
escenario ni los
niños su publico
privilegiado, no. La
arena era su lugar desde
que repartía volantes
para el Corralón Don
Huberto, venta de
materiales de construcción
a precios de joyería, donde
“Ladrillito” (pseudónimo
del yosapa este) era sin duda
La mejor carta de publicidad
y la más barata: Un sánguche
de mortadela a las 12 y
un choripán a la salida, más
un centavo por volante lo
que hacía como diez
pesos al día descontando
los de lluvia, los domingos
y las fiestas de guardar. Así
nomás iba la vida
de este payaso de porquería
que tenía menos onda
que Sofovich cantando la
Lotería. Se lo oía refunfuñar
por lo bajo y sin motivo
a la vez que daba un pelpa,
la mirada torva y malo
a veces tanto que ni
entregaba ese volante
que ofrecía con la mano,
reteniéndolo muy firme
como pensando en
un “Oleee…!” cuan revancha de
volantero a ese desinterés
del vulgo en tránsito. Y es que
Ladrillito era un payaso de cuento,
y el peor de todos los cuentos
era la oferta del día: De
esos volantes no salía
otra cosa que mentiras. Y
qué culpa tenía Ladrillo
que el cemento fuera trucho.
Que la cal pesara menos
de lo que decía la bolsa; y
que la arena mojada
a la final se achicara. Culpa,
no se si llamarlo culpa… pero
Ladrillo sabía, y sin embargo
salía todos los días al ruedo
trastabillándose en pedo
aun si ni siquiera tomaba, por
culpa de esas pastillas
que le vendía el cadete
de la farmacia de enfrente, esas
que él se afanaba. Todos,
hasta los niños del rioba,
creía en esos rulos; y es
que eso era lo único
que no era trucho en Ladrillo.
Ese Juanjo era un tipo
de profusa rulosidad, y con
esa mala tintura para
matizar las canas, las crenchas
brillaban verde, medio
mezcladas con rojo, que era
herencia de su abuelo, un
irlandés patoso oriundo de
Hurlingham. Yo una vez
lo vi en un bar
en la estación de Haedo, esa
donde sacan fichas
pa’ver quién termina más
en pedo. Me senté porque
me llamó; me dijo: “Hoy
vuelvo a ser yo mismo”,
se pidió una de tinto, y
se la empinó todita. Ahí nomás,
sin más vuelta ni preámbulo
ni nada me confesó, lengua
ardida, que su pasión, la
Bebida, no le impedía
ver las cosas como son; que
de la vida no se olvidaba y que
siempre soñaba que un
día, llegado desde la nada,
un gran circo lo buscaba
para llevárselo lejos,
ávido de un payaso
que maravillara niños
bajo arcoiris de luces
al grito de “Mi-la-ne-sa…,
Mi-la-ne-sa…”
Loco, dije ya yéndome,
y como hablándome a
mí mismo… Aquí este
tipo que sueña… Y
yo sin huevos por esta
noche para hacer mis
milanesas. Pa qué
me habré dejado entretener
por este payasín
volantero…! Ahora otra vez
terminaré comiendo
fideos con manteca. Pucha
que es cruel esta vida.
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