Conocí a Simon Zorren en el hospital
St. Joseph cuando pasaba sus últimos
días en este mundo y, como suele
sucedernos, ya no le importaba
demasiado su timidez. Por eso, y
sobre todo por la ginebra que yo,
como buen enfermero que soy,
le daba sanamente cada noche a
escondidas de la caba de turno,
Simon desnudó su más oculto
costado (no hablo del derecho
o del izquierdo, que esos ya me
tenían cansado de tapárselos una
y otra vez al viejo este, que no sé
cómo hacía pero se destapaba
todo el tiempo el muy jodido).
Cierta noche fría de otoño acá en
su Southampton natal (a donde
había vuelto cansado de tanto
trajín y “hacer la América”), en un
ataque de lucidez poco frecuente,
seguramente milagros del
aguardiente!, me contó su vida.
Corría mediados de los ‘50
cuando el joven Simon, harto
de las privaciones de posguerra
pero sobre todo de tener las bolas
congeladas acá en la Gran Isla
Británica, se embarcó sin rumbo
en el primer barco que zarpaba
(no sé si leyeron algo, pero
Southampton es un puerto,
manga de burros -N del R). Ese
bergantín (no es una definición
técnica del tipo de navío sino
un eufemismo dada la lamentable
condición del barco) venía para
el Río de La Plata, y así Simon
(se pronuncia Saimon, sépanlo),
por entonces un entusiasta pero
tímido chico de unos veinte, salió
de perdedor.
Sí, ni bien tocó tierra firme, el rubio
niño fue tentado a visitar el célebre
Anchor In Bar, un símbolo de aquella
Buenos Aires de la abundancia donde
abundaban las putas en espera de
boludos como Simon (o Saimon,
como quieran). Y en este cabarulo
del bajo de Barracas el inglecito
conoció la cara de dios sin siquiera
asomarse a una iglesia. Sí, debutó.
Él, único hijo varón de una
familia católica del sur de
Inglaterra, nunca se habría animado
a pagar por una mujer allá en
las tierras que pisaban su madre
y sus hermanas (una más trola
que otra como buenas inglesas
del sur). Pero acá ni lo pensó;
una, porque del mareo que tenía
al bajar del barco después de veinte
días ni se acordaba en qué religión
lo habían bautizado… Y otra porque
el muy nabo no se dio cuenta que
había pagado hasta que revisó
la billetera la mañana siguiente
(quien dice mañana, dice mediodía).
Pero pasaron algunos años en los
que Saimon se convirtió en Simón,
o más acá, Don Zorren. Se instaló
en Don Torcuato y se hizo de una
vida que, sin ser para envidiar,
tenía sus gratificaciones. Él era
amado por su barrio porque era
el que daba las noticias… No, no
era periodista. Con ese acento que
no se le iba parecía infradotado, cómo
iban a aceptarlo en las insipientes
radios que de a poco ganaban la plaza.
No. Simón repartía diarios. Se levantaba
a las cuatro de la mañana, mateaba
(es un decir; nunca se le pudo hacer
entender que de la bombilla se debe
chupar, no soplar dentro) y salía
a pedalear la vida silbando algún
tango a los que, de vez en cuando,
les agregaba una que otra letra de Los
Plateros, haciendo de esa música
un cambalache único. El asunto
es que, en una de esas mañana
en que clasificaba los ejemplares,
se le cruzó por las manos una
revista de esas que venden cualquier
cosa de un modo bastante convincente.
Y en ésta la revelación era un método
para seducir mujeres a distancia.
“Guauuuu!!!”, se dijo Simón, el tímido
que hablaba mal y cantaba peor.
“Éste es mi chance de ganando”,
observó con la agudeza propia de
un canillita a las cinco de la madrugada
y mal dormido. Al otro día
mandó la carta. Y a la semana
ya le empezó a llegar el curso
completo, con (obviamente) los
cheques para ir haciendo el pago
quincenal correspondiente. Saladito
pero muy tentador, el Simón de
Boludear éste (como lo había
bautizado la señora que le
alquilaba la pieza donde vivía,
en obvia alusión a la Dama
de las Camelias) comenzó a
practicar con tan poco tino que
en lugar de tomar como conejillo
de indias a una chica desconocida,
de otra ciudad, alguien de la calle…
no… El tipo se empecinó en seducir
a la hija del turco, la ferretera
(o sea, la hija del ferretero que
atendía la ferretería); que no era
lo que se dice un minón, no. Más
bien, el epíteto que le iba era el de
“bulón”, dado el rubro en el que
se desempeñaba y las pocas
curvas que anunciaba a su paso
por la vida. El hecho es que el
Simón este empezó a pasar
más seguido por la vereda de
la ferretería… Y a cada pasada
aplicaba los términos de lo
aprendido: Herramientas de
personalización del vínculo,
dominio absoluto de la atracción,
transmisión de confianza…
Todo iba según el manual del
curso por correspondencia (la
dama en cuestión, ni enterada);
hasta que una mañana se supo:
La Juana estaba embarazada!
Nooooo..!! Algo estaba mal !
O alguien le había usurpado el
rancho, o las herramientas de
seducción habían sido mal utilizadas,
llegando demasiado lejos (y justo
dónde el bueno de Simón quería).
Claro que esa duda se fue despejando
al no aparecer el padre de la
criatura ni en el periódico. Eso
le fue confirmando al inglecito que
esa panza era responsabilidad suya;
y una buena tarde entró en la
ferretería, encaró al ferretero y le
dijo: “Yo mí es el panza dueño”.
Digan que el turco no le entendió
(porque él tenía lo suyo también
a la hora de hablar de acentos y
modismos), que si no le entierra
la llave inglesa esa que tenía para
vender en el balero, y le hunde de
un solo golpe ese jockey sucio
(que el inglés no se sacaba desde
que subió al barco) hasta el fondo
mismo del cerebelo. El Simón
quiso encarar a la mismísima
Juana para explicarle que él era
el responsable, y que habría de
hacerse cargo de lo hecho. Y cuando
lo hizo, a la mina le cayó la ficha de
que esa era la única salida para
salvar la mitad del honor que ya había
perdido por completo; y como buena
comerciante que era la turquita, se dijo:
“Y bueno… a veces hay que perder
para ganar”. Y se casó con el inglés
de Marras (Marras era el nombre de
la señora que lo alojaba). Desde
luego que el secreto fue bien guardado
bajo siete llaves; nadie debía saber
que el iluso se había cargado de tal
resultado creyéndose el responsable
“a distancia”. Pero eran los años
cincuenta y todo era posible, más que
hoy día. Y por qué no, si hasta Cristo
nació de un vínculo etéreo… De esas
estaba llena de vida del buen Simón,
cuya educación católica había sido
el pilar de sus torpezas.
Claro que la relación no duró mucho;
al tiempo nomás apareció el verdadero
padre de la criatura, un viajante de comercio
casado que pasaba por la ciudad una vez
al mes, quien se tomó seis meses para
decidir si terminaba con su mujer y
empezaba una nueva vida con Juana la
Ferretera o continuaba su fantochada
familiar… Y decidió, salomónicamente,
seguir casado pero haciendo doble
vida (un clásico de viajantes, embarcados
y policías). La chica aceptó con tal de
deshacerse del incomprensible inglecito
(a quien nunca le entendía nada); y
se fueron de Don Torcuato a vivir a
la provincia. El pobre Simón, ahora otra
vez solo, decidió que esas prácticas a
distancia podían ser peligrosas y una noche,
la última en la casa que el turco padre
les había dado para que vivieran, en los
fondos de esa casa maldita, quemó
todas las instrucciones, diagramas, notas
y apuntes del curso de Seducción a
Distancia de la Academia Charles A.
Thompson Jiménez de Miami. Y de cara
a esa pequeña fogata se juró nunca
más abusar de la suerte de ser un
seductor de tal calibre que
podía, sin siquiera quererlo,
embarazar a una mujer con
sólo pensarla mucho.
Si embargo, ya lejos de esa
ciudad que lo hizo a un lado
por perdedor y por foráneo
(eran tiempos del peronismo
más nacionalista y cualquiera
que hablara inglés era mal
visto, como corresponde!),
Simon Zorren comenzó una
nueva vida que lo llevaría de nuevo
a tropezar con su propia habilidad
para tropezar. Y es que, si bien
tuvo la suerte de encontrar un
compadre que pronto lo cobijó
ofreciéndole casa y trabajo sin
que él tuviera que pagar nada
más que atender una casa de
comidas dieciséis horas por día
(lo que incluía parte de la noche),
el destino de seductor lo esperaba
detrás de ese mostrador.
El inglecito éste estaba tan contento
de rehacer su vida que mucho
no reviso ese trato, sino que le
puso toda la onda; se compró
un chaleco a rombos, unos tiradores
nuevos, y se calzó el delantal y el
gorro blancos que, detrás de ese
mostrador de zinc lustroso, le
deban “un aires (según el creía)
de Don John irresistibla“. Y ahí,
en ese paso semántico estuvo
el principio de la vuelta al caos.
Porque de “irresistible” a “seductor”
hay casi nada; y de esto ultimo a
“seductor a distancia”, solo un trámite.
Y así, una tarde de septiembre en
que el calorcito de la insipiente
primavera comenzó a asomar con
ganas, el obsesivo Simon puso sus
ojos en la corta falda de una de sus
más asiduas clientas, Filomena
S (evitamos toda mención al apellido
de la dama por obvia preservación de la
honra de la pobre).
La piba no tenía más de dieciocho,
pero por entonces las buenas familias
le buscaban candidato a las niñas
a muy temprana edad para evitar
que conocieran lo maravillosa que
es la vida y nunca más se casaran.
Claro que la familia de Filomena,
los S (también a ellos los preservaremos),
no tenían precisamente en la cabeza
un tipo de la clase de Simoncito para
cónyuge de su hijita malcriada.
Fue entonces que el pobre inglés
comenzó a darse cuenta que cada vez
que la niña entraba al negocio a por
unos pastelitos o unas croquetas, él
no podía abstraerse de ello y, casi
instintivamente, comenzaba a hacer
uso de las técnicas de seducción tan
fríamente aprendidas con sajona
aplicación. Bueno, era inglés después
de todo!
Y, claro, al tiempo la chica desapareció
de la ciudad; nadie la vió más. Simon
sospechó algo… Él sabía mejor que
ninguno que algo extraño ocultaba la
familia S (los seguimos protegiendo,
pero ya me estoy cansando).
Entonces, una noche se quitó el
delantal antes de la hora de cerrar y
se hizo una disparada corriendo hasta
lo de los S (está bien, se llamaban
Sorreguieta… contentos?). La mucama
no se sorprendió al verlo en la puerta
cuando abrió: algunas veces él mismo
alcanzaba los pedidos para poder
espiar un poquito a la nena ahora
en fuga. La empleada lo hizo pasar,
y mientras esperaba en el vestíbulo
alcanzó a escuchar una discusión
entre los Sorreguieta durante la cual
uno de ellos decía: “Dejémosla allá
hasta que nazca el niño…” Eso fue
suficiente para que el empecinado
seductor viera cómo se derrumbaba
todo su nuevo mundo una vez más
y como antes, en Don Torcuato. “No”
se dijo, “…esta vez no voy a ser tan
torpe… Si yo la embaracé a distancia,
como a Juanita, nadie puede saberlo
excepto yo… y mi maldita conciencia”.
Pero, justamente, la conciencia es un
amigo que no sabe guardar un secreto
sino que nos lo recuerda con saña
cada vez que puede; de lo contrario
se llamaría inconciencia, verdad?
El destino quiso que se reivindicara
de un modo muy casual; aunque en
los pueblos de provincia casi nada sea
casual. Y sería de boca del cartero que
se enteraría dónde había ido a parar la
chica y su panza geográficamente
ocultada. “Che… inglés… Así que los
S (no ocultamos el apellido ahora sino
que es demasiado largo para escribirlo
todo el tiempo) mandaron a la
nena a estudiar a tus pagos!”, le
dijo ingenuamente el repartidor
de cartas, sin sospechar que ese
comentario chismoso cambiaría
la vida de más de una persona.
Porque era ese, precisamente,
el dato que Saimon (Simon, o sea)
estaba queriendo conseguir sin
éxito. “Cómo Usted sabés el qué
ciudad de dónde ahora es ella?”,
cuestionó muy seriamente a Lito,
el cartero, mirándolo fijo con esos
ojos azules de lobo que eran capaces
de intimidar (aunque para ver no
sirvieran de mucho, dada su miopía).
“Y mirá che…”, lo desafió Lito,
mostrándole el sobre de la carta
que estaba por entregar: “Rte:
Filomena Sorry, 32, Church Lane,
Southampton, England” decía
cruel pero inesperadamente el
sobre que le enviaba la chica a
sus padres. No había terminado
de leerla el inglecito que ya se
había quitado el gorro de cocinero
ese, tan ridículo, el delantal y
ya estaba en su habitación haciendo
la valija con lo poco que tenía
(el chaleco de rombos, los tiradores,
más un par de camisas y ya) para
tomarse esa misma noche el bus
a Buenos Aires, donde embarcaría
al otro día hacia Inglaterra. Porque
él había aprendido a callar, a no
permitir que la gente lo culpara nunca
más por ser así de seductor… Pero
sus principios estaban intactos, con
eso no se jugaba; y no iba a permitir
que la chica tuviera su hijo sin saber
quién era el padre y por qué ella
estaba sufriendo ese destierro. Él,
una vez más y como correspondía,
iba a reconocer su responsabilidad en
el hecho. Y cuando llegó, quizá por
primera vez en la vida, fue a tiempo;
justo a tiempo. Porque la chica, quien
sabía muy bien quién era el padre
de la criatura, se encontraba sumida
en una depresión terrible, lejos de
todos sus afectos, en un país donde
nadie le entendía y, además, con un
clima horrendo que deprimiría hasta
al mismísimo Robin Williams.
Entonces la absurda llegada
del confeso embarazador no
sería tan absurda sino una verdadera
bendición para la chica, que ya estaba
a punto de parir en ese hospicio que
era más deprimente aun que el clima
tormentoso del sur de Inglaterra. Y
estando él se animo a escapar de
allí, a intentar una nueva vida con
su hija a quien no quería dar (como
le imponía su familia)... Si hasta
se animó a convencer a Simon
que no debía temer embarazar a
cada mujer en la que pensara!
Así fue que Don Simón, este viejito
que cuidé a pura ginebra en sus últimos
días, volvió a reconciliarse con su
tierra y consigo mismo; gracias a
una niña que, en la más difícil, supo
elegir dándole la espalda a todo
aquello para lo que había sido criada
por su pacata y engreída parentela.
Y acaso no es mejor elegir un hijo de
incierto futuro que una familia con
demasiado pasado?
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