Nació con una pelota bajo
el brazo el Pibe de Oro. Digamos
que a la altura de su vientre.
su Padre lo soñaba desde
antes de juntarse con
Roxana: Un día un hijo suyo
deslumbraría, dejaría
ciegos a los hombres que
osaran mirarlo. Sería
algo así como un Dios, un
mito, una leyenda. Algo
desde luego sagrado. Y
así fue que vino al mundo
Diego Armando Gómez
Peperina, el chico que
deslumbraría con su encanto.
Ya desde el comienzo,
al dar sus primeros pasos,
mostraba claros indicios
de ser diferente: No lloraba,
no caminaba, no agarraba
la teta… Pero esas
son pequeñeces que
no hacen a la ilusión que
Don Gomez tenía desde siempre
abigarrada a su corazón:
Tener un crack en casa. El
sueño se le cumplo cuando
El Pibe de Oro llegó a
los doce años, no porque
su hijo debutara en la 5ta
División de Boca como
titular, no, sino cierta vez
que la policía decomisó
unas pequeñas piedritas
de crack (esa roca a base de
cocaína) luego de allanar
la casa familiar. Culparon
del hecho al progenitor, y así
Diego, el Pibe de Oro, se
vio en la obligación de
parar la olla. El problema
era que la olla, aún parada,
no se llenaba, y la madre
de Dieguito se había ido
con el carnicero del rioba,
que era un tipo muy
jodido y no quería que
por nada lo molestaran mientras
fornicaba o trabajaba. Las
hermanas del Pibe, una
mayor que él y las otras
diez, menores, le buscaron
mil trabajos (ellas preferían
hacer las cosas de la casa,
aunque por entonces vivían
en la calle); pero El Pibe
sabía que, muy en el fondo,
el sueño de Papá Gómez debía
ser cumplido, así como Don
Gómez cumplía con su
injusta condena allá en el
pabellón del Fondo de la
cárcel de encauzados (raro
eso de ser condenado
antes de tener un juicio, no?).
Así que, fiel al honor de
la familia, rechazó cuanta
changa se le cruzara… hasta
que la oportunidad llegó un
día de la mano de la
casualidad. Revolviendo los
tachos, las bolsas y demás
en la calle Libertad, una de
sus hermanas encontró
un aerosol con pintura, y
ni lerda ni perezosa (cosa
bastante poco habitual en ella,
ya que de ambas cualidades
tenía bastante, heredadas
seguramente de su madre)
se acercó a Dieguito mientras
éste dormía su mamúa en medio
de la plaza, y lo roció con esa
pintura como queriendo
hacer de su Hermano mismo
una aerografía. El resultado,
inesperado, enmudeció al
Pibe; cuando despertó, sin
saber lo que pasaba, se dio
cuenta que la gente lo
miraba sonriente, que el
mundo lo incluía con sorpresa
pero simpatía. No entendió lo
que sucedía hasta que se miró
en los espejos del pasillo que cruza
la 9 de Julio hacia la estación de
subte; la vida había dado
ese giro de ciento ochenta grados
que su padre soñara para él: ahora
era el Pibe de Oro de verdad. Y
es que la pintura del tarro era
dorada y el chico parecía toda
una estatua de algún culto del
sudeste asiático, semidesnudo
por el calor cuando su hermana
lo pintó. No tardó, Diego Armando
Gómez Peperina, en conseguir
un trabajo como ídolo: justo
se inauguraba una Feria de
novedades en La Rural y
necesitaban un Buda niño
que se sentara en la puerta
de un stand todo el santo
día sin hacer nada ni hablar;
sin dudas, el trabajo ideal
para quien quiere ser
idolatrado sin tener que hacer
nada más que estar
pintado de dorado y tener
una pancita como la que
el desnutrido Dieguito
hacía tiempo que desnutría.
Son cosas de la vida: el
Pibe terminó siendo casi
como un Dios. Afortunadamente,
Papá Gómez aun no se ha
enterado.
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