Conocí a la bruta en mi viaje de egresado
en Palo Seco. No es que no nos haya
alcanzado para ir a Bariloche, sino
que a mitad de camino se nos quedó
el micro y tuvimos que hacer
parada en ese pueblucho rural; y,
adivinen qué, perdí el micro cuando
partieron después de reparar esa
correa de ventilador… Y nadie se
percató de mi ausencia de tan poco
popular que era yo entre mis
compañeros (qué digo compañeros,
Enemigos eran esos hijos de puta!).
Por eso mismo, lejos de lamentarlo,
decidí que mejor que pasar quince
días en ese Guantánamo estudiantil
era quedarme acá sin más,
conocer el lugar, hacerme de amigos
y, con suerte, no volver a casa.
Tampoco allá iban a extrañarme,
si éramos como doce hermanos
(doce o trece, no me acuerdo). No
sabía por entonces lo que
me deparaba el destino. Trabajé
enseguida en el taller mecánico
donde arreglaron el micro. No
Me pagaban, porque el chofer había
huido sin abonar la reparación, así
que vine yo a pagar los platos
rotos y las facturas impagas. Pero
a los dos días me liberaron de tal
responsabilidad, más que nada debido
a que yo era un inútil total que daba
más trabajo que el que solucionaba. Y
lógico, si era un pendejo de 23 años
(no les dije, pero era repetidor de los
que repiten todos los años al menos
una vez). Así, por puro bruto, me
fui quedando en ese villorio aburrido
que se fue haciendo mi hogar;
y no tarde mucho en dejar
de dormir en ese taller para
Acomodarme ya en una casa de
Buena Familia. Ahí conocí a La Bruta.
Ya me habían hablado de ella,
un poco en broma (creí por entonces);
y como en el pueblo de donde vengo
“Bruta” significa “Fuerte, atractiva”,
enseguida se me hizo en la cabeza
la imagen de una diosa impresionante.
Y la verdad es que sí, ella impresionaba;
no sólo porque de físico estallaba: era
grande, grandota…; de espaldas, de
manos, de piernas… Sino porque
era impresionante verla en acción.
Como es de esperarse, bruto
y bruta se atraen. Pero en este
caso, yo era el intelectual de los
dos. Tal era la brutalidad de ella.
Cuando sus padres, los dueños
de casa, me la presentaron, no
terminaron de decir “él va a ser
nuestro nuevo huésped” que ella
me pegó una palmada tal en la
espalda que casi me tira al piso, y
del beso (en el cachete) casi
me tienen que operar para extirpármela.
Por supuesto que su familia ni
se inmutó por ello: estaban habituados
a reacciones mucho más exageradas
que una bruta palmada de bienvenida.
En ese momento lo tome como
una simple broma (nada femenina
por cierto); más tarde pensé en un
exceso hormonal retenido, y liberado
ante la presencia del hombre enfrente
(alguna vez evalué la posibilidad de
estudiar psiquiatría, pero es una carrera
que requiere de leer más de un libro, cosa
que me supera). Al final me di cuenta
que era de bruta nomás que se
comportaba así. Fue difícil escapar
a sus modos cavernícolas, un poco
porque tan fea no era (si no la mirabas
moverse ni la escuchabas hablar)
y otro poco porque yo estaba solo; y
eso a esta edad te lleva a cometer
todo tipo de errores con tal de ponerla.
Y pequé. No fue difícil, dado que ella
se me venía a la pieza y ni golpeaba
siquiera (claro, era su casa, pero…).
Pegaba un empujón y reventaba la
puerta de una; y se metía como
apurada, juntaba un par de medias
del suelo, mi remera, las acomodaba
y se me tiraba en la cama, me enchufaba
el vaso de agua en la boca, me peinaba,
me tiraba de los cachetes… Todo esto
en la mañana y en menos de un minuto.
La verdad es que, pensándolo hoy, yo
debí haber sido muy boludo o debí
haber estado muy pero muy falto
de atención para permitir semejante
trato de marioneta vapuleada. Era
un atropello! Y lógico, si la Bruta era
como un camión con acoplado y sin
frenos. Y yo, de camionero, nada.
Pero fue imposible evitar que las
cosas subieran de nivel. Si ya de
entrada se me instalaba en la zapie,
imagínense que al poco tiempo ya
era difícil sacarle seis centímetros
de distancia. Me tenía más marcado
que un defensor central al número 9.
Eso no me molestaba tanto, pero cierta
vez que íbamos por la calle me hizo
pasar vergüenza del empujón que me
dio cuando saludé a otra chica del
pueblo, la hija del mecánico donde
yo había “trabajado”. De ese empujón
me metió en el Registro Civil nomás.
Y ya sacamos fecha para casamiento.
Sacamos digo para no sentirme
discriminado, porque en realidad
los trámites los hizo ella con mi
consentimiento tácito; lo que
equivale a decir que nunca me
consultó siquiera. Pero quién osaría
oponerse a la fuerza bruta de La Bruta?
Yo, su marido, no. No y no, quise
decir cuando el juez preguntó “Acepta…”,
pero me salió un sí que era como
rendirme al enemigo incondicionalmente
a cambio de sobrevivir. Porque cuando
la miré antes de contestar, sus ojos
casi me cachetean de bruta que era.
Ella, al verme dudar a la hora de firmar,
me sacó la lapicera y firmó ella con mi
nombre; y ni forma de hacerle entender
que esa firma no era válida y bla bla bla…
Como todos, hasta el juez, la conocían,
no insistieron mucho y dieron por
válido el matrimonio, mal que me pase.
Y así llegamos al altar. La pequeña
capilla del pueblo estaba llena (hacía
como dos años que nadie se casaba
de la poca gente que quedaba en ese
villorio). Ella estab imponente: Parecía
el Perito Moreno (no el prócer sino
el glaciar), toda de blanco que encandilaba.
Yo estaba, al fin, contento: era la primera
vez que resultaba el centro de interés
social de todo el mundo y, además,
había una fiesta en mi honor. Qué iluso
era por entonces. Entró la Bruta a la
iglesia y ya comenzaron los problemas,
porque de bruta que era llegó antes que
yo, que no por asustado estaba retrasado
sino que era temprano: Tan temprano
como que llegó doce horas antes, porque
ella había entendido que la misa era a
las nueve de la mañana y no hubo forma
de que sus padres y amigas la convencieran
de que era a las nueve de la noche. Así
que me fue a buscar, todo el séquito
detrás caminando de la capilla a su casa
(donde yo dormía todavía la tranca de
la despedida de solteros), levantando
polvareda por la calle de tierra a la
velocidad del paso a que ella nos tenía
acostumbrados, una suerte de marcha
olímpica imposible de seguir si no la
corrías. Así mismo me llegó, en medio
de mi sueño, para convertirse en otra
pesadilla. Me levantó del cuello con
una mano, me puso el saco (la camisa
y pantalones no me los había sacado
del pedo que tenía al acostarme), y
me llevó en el aire hasta la Casa de Dios,
quién no sólo no estaba sino que tampoco
estaba el cura, otro que había participado
de mi despedida y también dormía vestido,
pero no en la sacristía sino en lo de Doña
Rosa, la catequista (no me pregunten por qué,
pero se ve que era más cerca su casa
que la parroquia). Al percatarse de la falta
de personal celestial idóneo, la Bruta no
dudó: manoteó a un chico que hacía las veces
de monaguillo, quien estaba
chismoseando como todo pueblerino,
y lo puso detrás del púlpito a dirigir el
sacramento. El pibe no tenía ni la menor
idea, pero era vivo y se dio cuenta que
mejor seguirle el juego a la Bruta que
reconocerse inhábil para el puesto. Así
que mintió un poco el texto, dijo dos
o tres pelotudeces de rigor y preguntó
lo que tenía que preguntar, de la manera
más simple y sencilla: “Ustedes se quieren
casar?” Sí, contestó ella por los dos.
“Entonces los declaro marido y marida”,
dijo el pibe, que era bruto pero no boludo.
Y así, por primera vez, la ví sonreír a la
Bruta, lo que valió todo el sacrificio de
estar a su lado. No voy a contar lo de
la noche de bodas, pero sí vale aclarar
que la fiesta se terminó de un golpe cuando
ella echó a todos al grito de “basta,
váyanse… llegó la hora de la consumación”.
Escalofriante! Y los sacó uno a uno pa’fuera
a las patadas como perros en jardín ajeno.
Después llegó la mañana, con el cantar
de los pájaros; se me terminó la mamúa
de dos días de festejos… y entonces
comprendí, perplejo, en qué situación me
hallaba. Ahora era el marido de La Bruta!
Y bueno, como dice le saber popular, de
las peores se sale con educación: Así
fue que me decidí a terminar la secundaria.
Mi jermu me mantenía porque
la familia era dueña de unos campitos
muy generosos que daba para los
cinco (ella tenía un hermano que
con buen tino había rajado para
Córdoba capital, pero igual pegaba
un mangazo puntual cada fin de
mes). Entonces me inscribí
en el bachillerato nacional y en un
año y medio estaría recibiéndome
de grandulón diplomado. Era,
desde ya, el más viejo de la clase,
pero mi plan iba derechito como
mi andar cuando la Bruta me
mandaba a hacer las compras.
Así llegó mitad de 5to año y,
claro, tuvimos nuestro viaje de
Egresados. Otra vez para Bariloche,
esta vez sí. Pero cuando partí,
me dí cuenta que si llegaba allá
no me iba a quedar otra que volver;
así que en una de las paradas me
las rebusqué para aflojar la correa
del ventilador del micro. El motor
recalentó, y no hubo otra que
parar en un pueblucho de La Pampa
que no les voy a revelar porque ahora
es mi guarida. Sí, me quedé acá
cuando partió el micro. Tomé el
recaudo de decirles a todos que
estaba con diarrea, y que si no me
encontraban era porque estaría
seguramente en el baño del
bus. Y así partieron sin mí, creyéndome
descompuesto e hincado en el
inodoro del colectivo salvador. Esa
es la manera como zafé de la Bruta,
pero ahora que me volví a casar
(aquella boda no tenía validez
legal, si yo nunca firmé) y estoy
obligado a mantener una familia,
me pregunto si era tan malo soportar
a una bruta todo el día o si es peor
tener a tu suegro de jefe, como
me pasa hoy día. Creo que en
cualquier momento tiro la toalla
y me vuelvo para Palo Seco nomás.
Pero lo que más lamento es no
haber conocido, al fin, Bariloche.
Capaz me haga docente para irme
con los alumnos alguna vez.
muy bueno al mejor estilo fontanarrosa
ResponderEliminarMuchas gracias, pero creo que a Fontanarrosa no le gustaría semejante comparación ja, ja
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