La química de la vida suele darnos
sorpresas explosivas. Nunca sabremos
muy bien cuáles son los elementos que
pueden detonar la más inesperada de las
circunstancias. A veces basta con
estar ahí en el momento indicado. Incluso
la combinación de un idiota con una
gran injusticia alrededor puede dar
como resultado una revolución.
En este caso, un simple tablero de damas
fue el campo de entrenamiento, y un club
de jubilados el escenario.
Y bastó quizás con que uno de los jugadores
se llamara Ernesto y el otro Fidel para
que, desde algún oscuro rincón del
misterio, se engendrara una idea tan
peregrina como la que el tercero en
discordia va a tener en unos segundos.
“Ahí ta… Saben lo que nos está faltando
muchachada…?”, dijo Napoleón desde
su silla de ruedas.
“Yerba, otra vez?”, se lamentó Ernesto.
“No, nooo… Yerba tampoco hay, pero no
importará mucho cuando le diga lo que
tengo en mente ahora que los veo batallar
en este Campo de Marte cuadriculado (el
de la silla de ruedas era fanático de su
homónimo francés, por lo que todo
lo relacionaba con la bélica vida
de aquél)… Les digo que lo que nos está
faltando es una buena revolución, chicos!”
Los otros dos siguieron jugando pero no
dejaron pasar la bravuconada del amigo
espectador.
“Bonaparte… a vos deberían llamarte
Napoleón Mandaparte!”, lo desacreditó
Fidel mientras se comía tres fichas del
bueno de Ernesto, quien no era un avezado
jugador de damas pero que de revoluciones
sabía un poquito dado que había participado
en la de los Azules y Colorados cuando
estaba en la colimba, y desde entonces,
por esas cosas de la vida, le tocaba ser
parte en toda revuelta que anduviera dando
vueltas por allí.
“Yo me acuerdo que durante la rebelión
Carapintada le volé la boina a un tanquista
rebelde desde el balcón del piso 11 donde
vivía mi hija con el Mauser que me llevé
cuando deserté de la colimba”, aclaró
Ernesto dándole aire y vida a la no muy
bien recibida idea de Don Napoleón.
“Y qué hacemos si ganamos…”, se anticipó
Fidel, como asegurándose un final favorable
en esta historia.
“Cualquier cosa… Un mundo mejor
por ejemplo… Qué se yo!” dijo
entusiasta Ernesto antes que Napoleón
desenvainara su bic y comenzara a
apuntar las primera entradas del Libro
de la Revolución.
“Sí… peor que lo que hacen estos que
están ahora, imposible…”, agregó el
escribiente, en una notable descripción
no sólo del gobierno de turno sino de
todos los turnos y gobiernos que habían
pasado por la tierra que albergaba al
Club de Jubilados La Bocha Corta, de
Escobar.
“Fijate que hasta Perón le está errando
feo”, acotó Fidel, algo extraviado.
“Qué Perón ni perodonte! Ese ya se fue
hace rato…”, aclaro los tantos Fidel,
para tranquilidad de la masa obrera. “Ahora
está el General Onganía che…”, agregó
como para dejar en claro que la actualidad
no era su fuerte.
“Ese moralista hijo de su buena madre…
Ya va a ver cuando engrase mi Mauser”,
se envalentonó Ernesto mientras trataba
de acordarse a dónde había ido a parar
el fusil ese después de la mudanza de su
hija.
“Che, mejor nos organizamos eh…”,
propuso Napoleón, que no era el escribiente
por casualidad. “…Establezcamos el
Plan de Acción, así lo anoto“.
“Claro!”, dijo seguro Fidel… “Punto 1:
Tomar la Casa Rosada…”, como para no
dejar dudas de que la cosa se resumía al
todo.
“Epa epa… vamos rápido…”, se ofuscó
un poco el de la silla de ruedas, como
intentando dar cauce a un plan mejor
pergeñado. “…Primero hay que llegar
hasta allá… yo monedas, no tengo”,
sentenció en un rapto de autocrítico realismo.
“Iremos caminando”, sentenció Ernesto
poniéndose y levantando al cielo el botellón
de suero que solían darle por las mañanas
en forma endovenosa. “…Dónde se ha visto
un grupo de revolucionarios llegando en
colectivo… Y si las cámaras no enfocan
bajando por la puerta de atrás?… Un
bochorno!”, cerró convincente y contundente
a viva voz, antes de tener un acceso de
tos que le duraría como diez minutos.
“Sí, además yo tengo que esperar
que venga el 60 que tienen rampa
para discapacitados, que no pasa
nunca el desgraciado…”, se quejó
Napoleón, exacerbando ese sentimiento
de desigualdad que envalentona a todo
revolucionario a ir hasta el fondo de
las reformas.
“Callate maricón, que nunca pagás
boleto vos con esa silla rumbosa que
empujamos siempre nosotros…”, se
despachó Fidel, como sacándose una
espina clavada en la campanilla del
alma hacía siglos.
“Te voy a dar maricón a vos hijunagran…”
lanzó ofuscado, tocado en su más
profundo ser el ofendido; y empuñando
la bic cuan daga se avalanzó sobre
el insultante camarada sin demasiado
éxito dada su escasa movilidad, pero
con el suficiente rango de acción como
para tirar al carajo el tablero de damas
con todo y mesa.
Pasada la afrenta y juntadas las fichas
del suelo (tarea que a los revolucionarios
les llevó hora y media dada sus avanzadas
edades y las consabidas complicaciones
visuales y lumbares), se calmaron los
ánimos y se fueron a dormir: La mañana
siguiente sería clave en el destino de
toda una nación… y quizás de la humanidad
entera.
A eso de las cinco de la madrugada Ernesto
entró en la habitación de Napoleón, y juntos
fueron por Fidel, que era el único que
dormía con una viejita ocasionalmente. La
vieja roncaba tan fuerte que casi no podían
despertar al camarada, lo que los obligó a
gritar (y no es que, por lo usual, hablaran
en voz baja, eh… todos padecía cierta dulce
sordera). En eso estaban cuando se despertaron
otros viejos del geriátrico donde vivía Fidel,
y casi todos concluían en que acompañarían
a los revolucionarios en su periplo
triunfal hasta la Casa de Gobierno.
A las cinco treinta ya estaban en la ruta,
soportando la ignominia de los bocinazos
de camioneros frustrados por tanta explotación
de un sistema que no respeta a las personas
como ellos. Así se iban dando manija,
kilómetro a kilómetro (en realidad debería
decir metro a metro, dada la lentitud de
la marcha). Pero como nada es casual en la
vida, esa lentitud fue la mejor de las
circunstancias para que esa revolución
triunfe: la caravana de nueve viejitos locos
que empezó en el geriátrico de Fidel ya
se había convertido en una columna de
setenta personas que, conmovidas o simplemente
solidarias con ellos los seguían en su
andar hacia la Capital. A los sensibles
agreguémosle los resentidos; a estos,
los decepcionados… A los decepcionados
y resentidos, los vengativos; y a todos estos,
los familiares.
Porque hijos y nietos, obviamente, a medida
que se iban enterando por los medios se
acercaban a sus padres-abuelos dado que,
simplemente, no entendían de qué se trataba
todo esto y temían algo malo. Qué ilusos!
Malo es un eufemismo al lado de lo que
tramaban estos hombres de temer.
Para cuando cruzaron la General Paz (siete
días después), más de dos mil personas
completaban las dos cuadras y media de
extensión de la columna que entraba en
Capital para derrocar al gobierno y
tomar el poder.
Fue una larga jornada de orgullo y
patriotismo la que los llevó hasta
la Plaza de Mayo (los viejitos se tomaron
el subte en la estación Congreso de Tucumán,
por recomendación del Doctor Zin y de
Cormillot, quien no paraba de dar notas
al respecto en todos los canales -NdelR).
Pero en el andar de esa gloriosa marcha
se fueron sumando más y más adeptos,
llegando a los setenta mil al momento de
dar el grito que habían venido a proclamar:
“Rendite Lanusse, en nombre de la Revolución…
Estás Rodeado”, gritó Napoleón desde su
silla encabezando la columna Sur.
“Tu hora a llegado, Lombardi… El pueblo
está con nosotros”, fue el grito casi
simultáneo de Ernesto, al frente de la
columna Norte. “Videla, Massera y Agosti…
Se les terminó la farra… Entréguense vivos
o muertos, pero entréguense”, anunció de
frente a la puerta principal de La Rosada
el mismísimo Fidel, jefe de la columna Oeste.
Claro, era viernes y en Casa de Gobierno
sólo quedaban algunos empleados de poca
monta, quienes alcanzaron a huir por los
túneles subterráneos hacia la línea B
y arreglate vos…
La gente no esperó a que los generales de
la revolución entraran triunfales;
arremetieron contra las rejas (que de muy
buena calidad no son, hay que decirlo),
derribaron la puerta y saquearon la Casa
Rosada dejando nada más que la desolación
de la tierra arrasada que toda
revolución necesita para reconstruir su ser
nacional y popular. Hubo quien cagó en el
Sillón de Rivadavia, como ejemplo de lo
que el pueblo (o el culo del pueblo)
siente por aquellos próceres de
libro con cuyas historias fueron
torturándose a generaciones y generaciones
de argentinitos que no alcanzaban a
aprobar historia, coartándoles así
su derecho a una vida mejor y
condenándolos a trabajar como kioskeros,
albañiles, ferreteros, peteros,
plomeros, colectiveros, basureros,
y demás Eros (lo que no incluye a
Ramazzoti quien la ha juntado en pala
gracias a la sordera popular y,
además, no es argentino).
Afuera, en la Plaza del Pueblo, los
móviles de la televisión y de la radio
no paraban de entrevistar a los tres
prohombres del caos nacional, aun
incrédulos de lo que estaba pasando.
“Señor Bonnette, señor Bonnette…
está toda su familia apoyándolo aquí,
vemos…”, le decía un viejo lobo de la
radio argentina a Napoleón, quien se
encontraba abrazado a su hijo y rodeado
de un par de sus nietos quienes lloraban.
“Sí, mis hijos vinieron por mí… pero no
para apoyarme sino para llevarme de
vuelta al geriátrico ese de mierda…”,
se despachó a viva voz el de la silla
mientras luchaba con uno de sus hijos
por permanecer en la plaza mientras este
le empuja la silla hacia donde estaba el
auto de la familia y el revolucionario
resistía a puro freno de mano nomás.
“Es que está loco, mi viejo está pirado…
Es un hombre medicado porque su
cabeza ya no funciona bien…”, se
justificaba el pobre “hijo de“, mientras
persistía en llevarse el mentor de
la revuelta popular vernácula.
“Andá vos a ese depósito de viejos!
Te creés que me vas a encerrar de
nuevo mientras vos te vas de fin de
semana al campo…”, retrucó el
general de la revolución, más seguro que
nunca de su argumentación, por años
mascullada en la soledad de ese agujero
llamado “casa de reposo”…
“Pero no… si yo también vivo encerrado
en esa oficina donde laburo, papá…!”,
se defendió el avergonzado y sobrepasado
hijo de la revolución…
“Y jodete por pelotudo…”, le espetó
Napoleón, como corresponde a un General
del Pueblo que no tolera la mariconada, y
mucho menos si ésta proviene de la sangre
de su sangre.
“Cómo fue… Cómo fue señor Papastrini que
se gestó este golpe popular…”, gritaba la
cronista de un canal “serio” de televisión
abierta, corriendo detrás de Ernesto con
los pelos todos parados y el maquillaje
desencajándole aun más su poco encajada
cara.
“Y… estábamos aburridos…”, confesó
este Padre de la Revolución. “…Nos habían
robado el dominó la semana pasada… Y
las damas no dan para jugar de a tres”.
Y sí…, motivo de más para patear el tablero.
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