El caso había llegado a
la opinión pública
hambrienta de escándalo a
través de la TV: Un
voraz delincuente venía
cocinando un número nada
despreciable de crímenes que
apetecían a más de un medio
local y hasta nacional: Robos,
atropellos, violaciones (de cajas
de seguridad y de alguna
vieja desprevenida con
seguridad), atentados a la
autoridad y resistencia a la
servilidad lo definían como todo
un adorable desquiciado; la
clase de lacra que toda
persona de bien de una
sociedad como ésta desea
ser. Lo que más
desalentaba a los especialistas
en seguridad era que
lo único seguro en este caso
era que seguro no lo atraparían.
Ya llevaba varios meses
la búsqueda del malviviente y
ésta siempre era Infructuosa.
Porque Infructuosa Rivera, la
Responsable de Prensa de
la Policía siempre aparecía
repitiendo la misma triste
historia: “Estamos
cada vez más cerca de
esclarecer el caso…” Una
patraña tan despreciable
como los crímenes de este
personaje que la prensa diera
en llamar “El Asesino del
Espejo”, una exageración,
el típico error mediático que
no sirve como antecedente
criminal pero siempre
sirve para vender más. Porque
si algo había de lo que este tipo
fuera incapaz era de matar…
Sin embargo la suerte (la mala)
lo llevó a estar
en el mal lugar en un mal
momento: Cierta vez que entró
a afanar a un viejito bastante bacán
que coleccionaba pinturas caras,
se encontró con que al viejo
se le había caído un
gran espejo encima, degollándolo
en el acto; y es que el viejo
de chicato que era, se
ponía frente al espejo creyendo
estar apreciando su
autorretrato. Y un día que pasó
un camión un tanto
apurado por Avenida Madero el
espejo se desprendió de
la pared por la vibración, cayendo
sobre el anciano como
todo un símbolo de
la pelotudez. Y es que el hombre
tenía dinero como para
ir a un oculista, operarse y
hasta comprarse las mejores
gafas del mercado, pero
no tenía familia
ni visión como para ver en
su agenda el número
del profesional en cuestión. Y así
fue que cayó
una buena noche nuestro
asesino casual (digo
“Cayó” porque entró por el
Balcón, desprendiéndose como
Hombre-Gato) y se encontró
con ese cuadro: No el que quería
afanarse sino con el cuadro
del tipo tirado, un charco de sangre
y el espejo destrozado con
su marco enorme cuan collar
de dinosaurio alrededor del
cuello delgadísimo del anciano.
“Pucha…” dijo nuestro antihéroe,
con lo que me gustaba ese
espejo, “…y bué.. Tendré que
llevarme este Degas, el Tintoretto…
Y también este Berni”, reflexionó
desilusionado pero tranquilo,
seguro de que lo importante
no era tanto el valor de los
objetos sino su tamaño. Después
de todo, ese espejo era demasiado
para andar bajándose por una soga.
Aquél fue su último atraco
vestido de civil y haciendo de
Hombre-Gato, pero sería el que
lo marcara para siempre y
eso que después vendría
lo mejor: Descubriría
la manera más simple y
perspicaz de entrar en las casas,
en los corazones de la
gente y así adueñarse de sus
valores sin casi ser detectado
de tan evidente que era
su aspecto así, disfrazado
de Empanada callejera. Y
es que para él era una
revancha: Había sido,
alguna vez, una de esas
empanadas que, disfrazado,
repartía volantines y danzaba
bajo el radiante sol de Enero
en la peatonal de Mar del
Plata… Ese año se había jurado
que un día se vengaría de
la humanidad y de su jefe…
Y de todo aquél que amara
La empanada! Y ahora
había encontrado la manera
más perfecta de realizar su
Venganza: Todo amante de
esa alimaña de comida
de reunión barata en la que
siempre los gustos se
entremezclan y terminás
comiéndote la que pidiera
el otro, todo el que
alguna vez llamara tarde para
zafar la cena, esos
le abrirían la puerta
gustosos de recibir en sus
casas a ese representante
de la gula criolla,
de ese pecado de la
gastronomía. Y así, una vez
despojados, ellos odiarán
las empanadas… Y además
dentro del traje cabía
más de lo que un gran bolso
permitiría. Y quién en su sano
juicio revisaría a una empanada
que va por la calle como si
nada? Así era que sorteaba
los más estrechos cercos
que le imponían las fuerzas
de la ley, que no por
representar la ley eran, al fin,
tan fuertes: Sucumbían,
todos, al perfume atroz
de una empanada frita. Y
es que el falso asesino se
prodigaba en impregnar sus
ropas de empanada con
las salpicaduras de fritura que
actuaban a modo de
hipnótica influencia a la hora
de apersonarse ante
quien fuere. Así seducía a
víctimas y custodios, a gordos
y muertos de hambre por
igual. Pero, pero… siempre
hay un Judas Vegetariano, un
alguien que, fuera del mundo
puede abstraerse de las
seducciones banales y pensar
sin que los sentidos se relaman
ante una empanada humana.
Y así fue que después de un
trabajito en el Banco Provincia,
Sucursal Berazategui, una dama
de la División Perros (por no
decir una perra que queda
bastante feo) que cuidaba de la cuadra
de la mano de su amo policía
sospechó que esa empanada
que salía caminando de ese
banco olía más a billete de cien
que a fritura en aceite viejo y
de una mordida (vaya paradoja
de la vida) dio cuenta
del malviviente.
Las crónicas del día siguiente
no coincidían en determinar
si el éxito acaso fue por el excelente
entrenamiento de la sabueso,
o si quizás la perra simplemente
se quiso manducar una empanada
al mejor estilo vigilante argentino.
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