11 de junio de 2009

Milanesa, el Payaso sin Huevos

Era un payaso empastillado. Un borrachín desalineado que de vejete se dio por abstemio y ya era tarde para reivindicaciones, lo que sin mucha vuelta lo llevó a los psicofármacos. Así salía a la arena: Dando tumbos y aspavientos. Los brazos trepando del aire, un lugar del que nadie puede jamás Agarrarse; y es que Juanjo lo intentaba pero el aire siempre, siempre lo esquivaba. Dije salía a la arena no porque el circo fuera su escenario ni los niños su publico privilegiado, no. La arena era su lugar desde que repartía volantes para el Corralón Don Huberto, venta de materiales de construcción a precios de joyería, donde “Ladrillito” (pseudónimo del yosapa este) era sin duda La mejor carta de publicidad y la más barata: Un sánguche de mortadela a las 12 y un choripán a la salida, más un centavo por volante lo que hacía como diez pesos al día descontando los de lluvia, los domingos y las fiestas de guardar. Así nomás iba la vida de este payaso de porquería que tenía menos onda que Sofovich cantando la Lotería. Se lo oía refunfuñar por lo bajo y sin motivo a la vez que daba un pelpa, la mirada torva y malo a veces tanto que ni entregaba ese volante que ofrecía con la mano, reteniéndolo muy firme como pensando en un “Oleee…!” cuan revancha de volantero a ese desinterés del vulgo en tránsito. Y es que Ladrillito era un payaso de cuento, y el peor de todos los cuentos era la oferta del día: De esos volantes no salía otra cosa que mentiras. Y qué culpa tenía Ladrillo que el cemento fuera trucho. Que la cal pesara menos de lo que decía la bolsa; y que la arena mojada a la final se achicara. Culpa, no se si llamarlo culpa… pero Ladrillo sabía, y sin embargo salía todos los días al ruedo trastabillándose en pedo aun si ni siquiera tomaba, por culpa de esas pastillas que le vendía el cadete de la farmacia de enfrente, esas que él se afanaba. Todos, hasta los niños del rioba, creía en esos rulos; y es que eso era lo único que no era trucho en Ladrillo. Ese Juanjo era un tipo de profusa rulosidad, y con esa mala tintura para matizar las canas, las crenchas brillaban verde, medio mezcladas con rojo, que era herencia de su abuelo, un irlandés patoso oriundo de Hurlingham. Yo una vez lo vi en un bar en la estación de Haedo, esa donde sacan fichas pa’ver quién termina más en pedo. Me senté porque me llamó; me dijo: “Hoy vuelvo a ser yo mismo”, se pidió una de tinto, y se la empinó todita. Ahí nomás, sin más vuelta ni preámbulo ni nada me confesó, lengua ardida, que su pasión, la Bebida, no le impedía ver las cosas como son; que de la vida no se olvidaba y que siempre soñaba que un día, llegado desde la nada, un gran circo lo buscaba para llevárselo lejos, ávido de un payaso que maravillara niños bajo arcoiris de luces al grito de “Mi-la-ne-sa…, Mi-la-ne-sa…” Loco, dije ya yéndome, y como hablándome a mí mismo… Aquí este tipo que sueña… Y yo sin huevos por esta noche para hacer mis milanesas. Pa qué me habré dejado entretener por este payasín volantero…! Ahora otra vez terminaré comiendo fideos con manteca. Pucha que es cruel esta vida.

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