12 de noviembre de 2009

El Hombre Plástico

Carlitos era una chico simple que había encarado una carrera universitaria después de lidiar con ese secundario que no quería rendirse pero que él, de tanto rendir materias, terminó por vencer (o casi) por cansancio. La cosa es que por más pública que sea la universidad, costos son costos… y que viaje, apuntes, cafecito, materiales… Hubo que buscarse un laburito, sin más. Algo de medio tiempo, como para poder estudiar (y vivir!) dado que el objetivo era ser “arquitecto” y ya hacía como dos años y medio que no pasaba del CBC (ciclo básico que, normalmente, no debería tomar más de una año). Un buen (o mal) día vio un aviso y se mandó: “Estudiante universitario se busca para tareas administrativas bla bla bla…”. Los requisitos eran mínimos, y sus diecinueve (casi veinte) abriles lo calificaban para casi todo: Esa es la edad que todo explotador pretende de un explotado (cuando se tiene poca experiencia es más facil que se se diga a todo que sí). Y ahí fue Carlitos con su CV casi vacío, pero con todas las ganas de ser parte del staff de Granger, Bolocks & Hankerchiefs Inc, una empresa de puta madre que se dedicaba a venderle pañuelos descartables a todas las otras empresas de puta madre que los pagaban fortuna con tal de no permitir que una pequeña empresita local se llevara el dinero que, claro, debe siempre quedar en manos de unos pocos “amigos” gordos. Y lo tomaron a Carlitos. Puesto: Cadete Raso; Sueldo: Básico + viáticos + tickets + promesas… Básico bah… Pero en blanco y con aportes. La familia, chocha! (él venía de una familia clase media baja con ansias capitalistas). El problema comienza cuando llegan los del banco. Hasta entonces Carlitos sabía para qué estaba ahí, en La Empresa, dejándose explotar. Era un pacto de caballeros: Él decía a todo que sí durante seis horas por día, cinco veces a la semana, y ellos le depositaban el sueldo que le salvaba las papas para seguir intentando ser algún día un arquitecto y no ya un explotado. Pero eso iba a llevar tiempo. La manzana de la tentación llegó de la mano de la palabra “banco”. Y es que, justamente, el sueldo se depositaba en una cuenta, la que era abierta al empleado “sin cargo” por obligaciones legales de la empresa; pero esta “cuenta” venía con algunos “beneficios” extra: Una tarjeta de débito (para poder extraer su dinero del banco, como es obvio aunque nuevo para Carlitos), y una “tarjeta de crédito”. Claro que Carlitos dijo sí a todo. Qué más podía hacer ante la palabra “gratis” o la frase “sin costo adicional”. Ahí empezó la debacle. Al principio Carlitos no daba crédito a todas esas promesas de una vida plástica y mejor, por eso o por falta de costumbre ni se acordaba de que contaba con un recurso maravilloso para gastar y gastar. Así vivió una par de meses hasta que su hermana le hizo la nefasta pregunta: “Vos tenés tarjeta de crédito, no?” Ese momento cambiaría para siempre la vida de Carlitos, la de su familia, la mía, la de ustedes y diría que todo el mismísimo universo (si adscribimos a la teoría de que todo pequeño cambio particular afecta al todo en general, una teoría muy pelotuda pero mágicamente en boga hoy por hoy). Porque Carlitos preguntó para qué, y la respuesta le abrió un abanico satánico de posibilidades que trastornarían su devenir. “Para financiar en cuotas un celu nuevo” fue la desgraciada respuesta de la desgraciada de su hermana, herramienta del Diablo para llevarse las almas más puras para el lado corrupto del capitalismo, de donde, como si el Infierno, jamás se vuelve. Ahí, en ese lapso de fraternal traición involuntaria, de ambición telefónica, se gestó el fin del sueño de Carlitos y el comienzo de la pesadilla de un hombre que dejaba de ser un chico para, por supuesto, sufrir (como todo aquel que deja de ser un chico para convertirse en un boludo responsable). Carlitos se dio cuenta que podía acceder a tantas cosas como el plástico se lo permitiera; era cuestión de saber financiar, prorratear, liquidar, etc… Así comenzó a acumular gastos. Primero fue ese simple celular (por dos había descuento así que se compró uno para él también, típico truco consumista en el que todos hemos caído alguna vez; pero cada uno venía con una línea a cien mangos por mes y bla bla bla). Después fue un LCD para la compu (tanto TP, tanto TP para la facu que la compu se merecía un monitor mejor, no?). Luego, el gran salto: Una motito para ir al laburo, a la facu y a todos lados. Un gran ahorro en monedas (imposibles de conseguir, alguien haga algo al respecto, por favor!) al ya no tener que pagar colectivos ni esperar que alguno se digne a pasar cuando se hacen las 12. Más tarde, el abono para el cable, internet banda ancha, boletos para un fin de semana en Chascomús, una plancha para mamá en su día (un hijo de puta el Carlitos, podría haberle regalado algo más lindo y menos trabajable). Y más adelante, unas salidas a comer mensuales, el telo (salía con una del trabajo y otra de la facu, dos pescados de mar perdidos en el río que no daban para andar mostrando… pero él pagaba todo). Y llegó el cochecito! (también financiado en cuotas). Para esto Carlitos ya tenía tres trabajos: Con una sola tarjeta no iba a alcanzarle para pagar todo lo que se quería comprar. La facu, nada. Cómo estudiar con tanto laburo! La fue dejando como a cada uno de los pescados que se le iban cruzando hasta que, al tiempo, se cruzó con María Sara (una chica buena y no tan fea que lo amaba) y con ella formaron una familia. Todo pagado a puro plasticazo: Desde el ramo con el que le pidió su mano hasta el remis que los llevó al hospital cuando el primer parto. Sin olvidar el taxi hasta el Registro Civil (no se casaron por iglesia porque ahí se paga cash… qué, no sabían que en las iglesias siempre cobran para casar?). Hoy, Carlitos es el típico Hombre-Plástico: Vive por y para las tarjetas. Nunca llega a cubrirlas y se desvive por llegar al día de vencimiento lo menos mal parado posible. Las tiene de todos colores y no hay un día que no lo llamen o no le llegue algún resumen de las que usa, de las que usó o de las que usará. Es así: El capitalismo sabe cómo hacer de un cadete un hombre exitoso. En ese sentido, todo esta pago. Y si no, se financia… Qué problema hay si tenemos plástico?

20 de octubre de 2009

Dany Drogón

Empezó como empiezan todos: Probando… Una de ésta, otra de aquella… Y así se fue haciendo costumbre, como todo en la vida, te toma por asalto y en un par de ratos nomás te convertís en fanático de quién sabe que porquería. Hay adictos al trabajo, a la música de iglesia, adictos al chucrut o al cine escandinavo, al tute y a la payana. Hay adictos a lo que haya…. Pero el bueno de Dany era adicto a todo. De chiquito, lo podían los caramelos, sobre todo los envueltos (sin excluir a los otros). De más grande incursionó en los helados de agua y por entonces no paraba de mancharse la lengua de todos los colores con esos palitos berretas que de tan adicto se afanaba del kiosco de la escuela donde nunca terminó la secundaria dado que la deuda era tan grande en ese ingrato kiosco que debió trabajar 6 años parar pagar lo que ingería; igual seguía y seguía, y del helado pasó al alfajor de leche, ese que tiene azuquita arriba. Al fin, si haber pagado más que parte ínfima de la deuda, el kiosquero se cansó y de una pateadura lo mandó a la calle donde cambió alfajor por raviol, y azuquita por cocaína. Y cómo no iba a hacerlo si lo importante era encontrar a qué hacerse adicto. Así que como plata no había, cuando ya no le regalaron la golosina tuvo que salir a procurarla. No era Dany el Drogón hombre de armas llevar, no porque le faltara arma sino porque de hombre no tenía nada. Y en eso andaba una tarde oscura que entró a la sacristía de una iglesia a por la limosna. Dada la falta de canasta, de moneda y de todo, se entusiasmó con la imagen de una botellita clara, transparente como el alcohol puro; y ya que estaba, por qué no darse un toquecito ae alconafta como para seguir rumbeando a por alguna otra puerta sin llave que, generosa, se dejara abrir sin mucho bregar. Fue entonces que, espontáneo, sin mucho Pensar (como era su estilo), empinó la botellita hasta llenar la jeringa que llevaba y metérsela en la vena mayor del antebrazo… Y ahhhhuhhhhh! Ahí hubo como un cambio, una suerte de maremoto interior, una ceremonia interna de iniciación en algo que (otra vez) habría de cambiarle la vida. Estaba, era invadido por una nueva experiencia Religiosa: Y es que no era alcohol lo que contenía esa botellita, sino Agua Bendita… Bendita Agua que licuó esa sangre intoxicada y de un golpe, como una Maza Sagrada, derrumbó a ese monstruo que moraba en las entrañas revueltas (como todas!) del muchachón, ese que le reclamaba más y más… Ahora, la Santidad lo colmaba, lo invadía… lo drogaba! Si acaso la religión no es el Opio de los pueblos? En el caso de Dany Drogón, ahora conocido como Pastor Dany, la revelación llegó como influjo medicinal, como inyección de fé (nunca mejor utilizada la idea). Y hay que verlo, de blanco, Entre las viejas del pueblo y sus hijas (alguna Ya le ha echado el ojo), pregonando la sanación de las almas y, por qué no de lo cuerpos, a través de una simple infiltración de Agua Bendita, $50 la dosis a domicilio, gentileza de la Parroquia Local… La Iglesia, moderna, adaptada, no se iba a quedar sin su porción de santidad, verdad. Eso sí, a Dany no se la cobraban. Cuestión de humana piedad, si se quiere.

2 de octubre de 2009

Las Cosas Tan En Serio

Mi problema siempre fue que me he tomado las cosas muy en serio. Tan en serio que hasta los chistes los he tenido que evaluar antes de saber si reírme o no. Y Es que vengo de una familia muy hippie, con un padre que se la pasaba diciendo “Qué onda, no?” todo el tiempo y entonces aprendí que si todo te chupa un soberano huevo, al fin terminás teniendo la vida de una tortilla, viste. Y yo siempre quise para mi vida otra cosa: nada de flores, cero naturaleza, poca droga y mucho, pero mucho trabajo. Es decir, que a mis viejos les salí fallado, lo que por mi parte era todo un éxito. Pero eso mismo que me salvó de ellos y su flower power se convirtió un día en un peso que me aplastaba; y es que me di cuenta que me quedaba afuera de un montón de cosas. No es que me faltaran cosas interesantes que hacer, pero eran siempre las cosas del trabajo; también tenía un montón de amigotes, pero caí en la cuenta que eran todos compañeros de trabajo y que de lo único que les hablaba yo era del trabajo y eso… las salidas nunca faltaron, eso sí; pero cuando íbamos al bowling yo siempre era el que contaba los puntos, juntaba los pinos, secaba las bolas… Y así cuando salíamos de bar: Yo terminaba juntado las copas caídas, alcanzándoles las jarras de cerveza hasta la barra, y si se hacía tarde, hasta he llegado a barrer una cantina de la Boca después de una Despedida de Solteros. En fin, un día una novia que tenía me dijo que me aflojara un poco porque yo (según ella) siempre estaba como muy contracturado… Me lo dijo y, con una amplia sonrisa, se subió al auto de un amigo para nunca más verlos a ninguno de los dos. Y bueno, si así es la vida de un trabajador, me dije como resignado. Pero un buen día todo cambió radicalmente: Me encontré en la calle con un amigo Radical que ahora trabajaba para el gobierno en un programa llamado PREPUCIO, que viene a ser el Programa Educativo Para Urgencias Con Individuos Ortivas… Me dijo que ellos estaban buscando alguien como yo para justificar los gastos que se morfaba ese programa. Mucho no le entendí, pero sí me quedó claro que me estaba ofreciendo una salida a mi frustración. Y entonces acepté sin pensar; era la primera vez que me abismaba a hacer algo, a encarar un cambio sin reflexionarlo. Entregué, me entregué, a los brazos de mi amigo radical arrepentido como si yo mismo reconociera en su arrepentimiento el mío, este de ser lo que era (al menos eso me dijo mi psicólogo y yo, que querés que te diga…). Así fue que me acerqué hasta las dependencias del PREPUCIO, donde me realizaron un chequeo y me diagnosticaron Neurosis Ortiva en grado 8; parece que el mío era un caso para tratar.. Y tratar… y tratar. Y ellos trataron nomás! Lo primero que tuve que aceptar fue la medicación: Un par de porros por día que me iban a relajar y eso me ayudaría a dejar atrás esa obsesión por controlar que me terminaba poniendo en cuatro para limpiar, juntar las cosas caídas, lavar la vajilla en los restaurantes a donde iba… En fin, una terapia no es completa si no se la encara con seriedad. Así que empecé a fumar De esa porquería y, la verdad, la cosa empezó a funcionar. Después vino el Segundo Paso: me cambiaron los hábitos: empecé a vender flores de papel en la estación Guaymallén del tren que va para el norte todos los sábados y domingos; eso, según mi Tutor del programa, me daría una nueva dimensión de lo que puede ser la vida. Me hacían chamullar como loco porque las florcitas esas eran tan poca cosa que era imposible venderlas, si ni se veían de tan chicas las porquerías. Y entonces me fui animando, salí de ese pozo en que me enterraba solo para encarar esa parte de mí que estaba latente, dormida, drogada por tanta responsabilidad, que no es otra cosa que una manera muy escondida de zafar de la felicidad. Y de tanto ser feliz vendiendo flores de papel, me pasaron a la Tercera Etapa: Dejé todo, Buenos Aires misma,´ para mudarme a San Marcos, pueblo de amigos descontracturados, aldea de seres irresponsables que gozan la vida sin más… Y donde mis florcitas (las que dan los del PREPUCIO) se venden como pan caliente, sobre todo cuando vienen los turistas que, como hormigas ciegas compran cualquier porquería sin preguntar para qué sirve, quién la hizo ni cuánto cuesta. Al final, tanto odio a mis padres me estaba haciendo mal: ahora soy hippie como ellos, pero peor, porque soy un hippie mantenido por el sistema que ellos aborrecían! Y qué querés que te diga… Yo me siento de diez, loco; acá en la feria, con mis colegas… Que onda no?, diría mi viejo. “A la flor, florcitaaa…”

15 de septiembre de 2009

La Empanada Asesina

El caso había llegado a la opinión pública hambrienta de escándalo a través de la TV: Un voraz delincuente venía cocinando un número nada despreciable de crímenes que apetecían a más de un medio local y hasta nacional: Robos, atropellos, violaciones (de cajas de seguridad y de alguna vieja desprevenida con seguridad), atentados a la autoridad y resistencia a la servilidad lo definían como todo un adorable desquiciado; la clase de lacra que toda persona de bien de una sociedad como ésta desea ser. Lo que más desalentaba a los especialistas en seguridad era que lo único seguro en este caso era que seguro no lo atraparían. Ya llevaba varios meses la búsqueda del malviviente y ésta siempre era Infructuosa. Porque Infructuosa Rivera, la Responsable de Prensa de la Policía siempre aparecía repitiendo la misma triste historia: “Estamos cada vez más cerca de esclarecer el caso…” Una patraña tan despreciable como los crímenes de este personaje que la prensa diera en llamar “El Asesino del Espejo”, una exageración, el típico error mediático que no sirve como antecedente criminal pero siempre sirve para vender más. Porque si algo había de lo que este tipo fuera incapaz era de matar… Sin embargo la suerte (la mala) lo llevó a estar en el mal lugar en un mal momento: Cierta vez que entró a afanar a un viejito bastante bacán que coleccionaba pinturas caras, se encontró con que al viejo se le había caído un gran espejo encima, degollándolo en el acto; y es que el viejo de chicato que era, se ponía frente al espejo creyendo estar apreciando su autorretrato. Y un día que pasó un camión un tanto apurado por Avenida Madero el espejo se desprendió de la pared por la vibración, cayendo sobre el anciano como todo un símbolo de la pelotudez. Y es que el hombre tenía dinero como para ir a un oculista, operarse y hasta comprarse las mejores gafas del mercado, pero no tenía familia ni visión como para ver en su agenda el número del profesional en cuestión. Y así fue que cayó una buena noche nuestro asesino casual (digo “Cayó” porque entró por el Balcón, desprendiéndose como Hombre-Gato) y se encontró con ese cuadro: No el que quería afanarse sino con el cuadro del tipo tirado, un charco de sangre y el espejo destrozado con su marco enorme cuan collar de dinosaurio alrededor del cuello delgadísimo del anciano. “Pucha…” dijo nuestro antihéroe, con lo que me gustaba ese espejo, “…y bué.. Tendré que llevarme este Degas, el Tintoretto… Y también este Berni”, reflexionó desilusionado pero tranquilo, seguro de que lo importante no era tanto el valor de los objetos sino su tamaño. Después de todo, ese espejo era demasiado para andar bajándose por una soga. Aquél fue su último atraco vestido de civil y haciendo de Hombre-Gato, pero sería el que lo marcara para siempre y eso que después vendría lo mejor: Descubriría la manera más simple y perspicaz de entrar en las casas, en los corazones de la gente y así adueñarse de sus valores sin casi ser detectado de tan evidente que era su aspecto así, disfrazado de Empanada callejera. Y es que para él era una revancha: Había sido, alguna vez, una de esas empanadas que, disfrazado, repartía volantines y danzaba bajo el radiante sol de Enero en la peatonal de Mar del Plata… Ese año se había jurado que un día se vengaría de la humanidad y de su jefe… Y de todo aquél que amara La empanada! Y ahora había encontrado la manera más perfecta de realizar su Venganza: Todo amante de esa alimaña de comida de reunión barata en la que siempre los gustos se entremezclan y terminás comiéndote la que pidiera el otro, todo el que alguna vez llamara tarde para zafar la cena, esos le abrirían la puerta gustosos de recibir en sus casas a ese representante de la gula criolla, de ese pecado de la gastronomía. Y así, una vez despojados, ellos odiarán las empanadas… Y además dentro del traje cabía más de lo que un gran bolso permitiría. Y quién en su sano juicio revisaría a una empanada que va por la calle como si nada? Así era que sorteaba los más estrechos cercos que le imponían las fuerzas de la ley, que no por representar la ley eran, al fin, tan fuertes: Sucumbían, todos, al perfume atroz de una empanada frita. Y es que el falso asesino se prodigaba en impregnar sus ropas de empanada con las salpicaduras de fritura que actuaban a modo de hipnótica influencia a la hora de apersonarse ante quien fuere. Así seducía a víctimas y custodios, a gordos y muertos de hambre por igual. Pero, pero… siempre hay un Judas Vegetariano, un alguien que, fuera del mundo puede abstraerse de las seducciones banales y pensar sin que los sentidos se relaman ante una empanada humana. Y así fue que después de un trabajito en el Banco Provincia, Sucursal Berazategui, una dama de la División Perros (por no decir una perra que queda bastante feo) que cuidaba de la cuadra de la mano de su amo policía sospechó que esa empanada que salía caminando de ese banco olía más a billete de cien que a fritura en aceite viejo y de una mordida (vaya paradoja de la vida) dio cuenta del malviviente. Las crónicas del día siguiente no coincidían en determinar si el éxito acaso fue por el excelente entrenamiento de la sabueso, o si quizás la perra simplemente se quiso manducar una empanada al mejor estilo vigilante argentino.

15 de agosto de 2009

Efecto Dominó

La química de la vida suele darnos sorpresas explosivas. Nunca sabremos muy bien cuáles son los elementos que pueden detonar la más inesperada de las circunstancias. A veces basta con estar ahí en el momento indicado. Incluso la combinación de un idiota con una gran injusticia alrededor puede dar como resultado una revolución. En este caso, un simple tablero de damas fue el campo de entrenamiento, y un club de jubilados el escenario. Y bastó quizás con que uno de los jugadores se llamara Ernesto y el otro Fidel para que, desde algún oscuro rincón del misterio, se engendrara una idea tan peregrina como la que el tercero en discordia va a tener en unos segundos. “Ahí ta… Saben lo que nos está faltando muchachada…?”, dijo Napoleón desde su silla de ruedas. “Yerba, otra vez?”, se lamentó Ernesto. “No, nooo… Yerba tampoco hay, pero no importará mucho cuando le diga lo que tengo en mente ahora que los veo batallar en este Campo de Marte cuadriculado (el de la silla de ruedas era fanático de su homónimo francés, por lo que todo lo relacionaba con la bélica vida de aquél)… Les digo que lo que nos está faltando es una buena revolución, chicos!” Los otros dos siguieron jugando pero no dejaron pasar la bravuconada del amigo espectador. “Bonaparte… a vos deberían llamarte Napoleón Mandaparte!”, lo desacreditó Fidel mientras se comía tres fichas del bueno de Ernesto, quien no era un avezado jugador de damas pero que de revoluciones sabía un poquito dado que había participado en la de los Azules y Colorados cuando estaba en la colimba, y desde entonces, por esas cosas de la vida, le tocaba ser parte en toda revuelta que anduviera dando vueltas por allí. “Yo me acuerdo que durante la rebelión Carapintada le volé la boina a un tanquista rebelde desde el balcón del piso 11 donde vivía mi hija con el Mauser que me llevé cuando deserté de la colimba”, aclaró Ernesto dándole aire y vida a la no muy bien recibida idea de Don Napoleón. “Y qué hacemos si ganamos…”, se anticipó Fidel, como asegurándose un final favorable en esta historia. “Cualquier cosa… Un mundo mejor por ejemplo… Qué se yo!” dijo entusiasta Ernesto antes que Napoleón desenvainara su bic y comenzara a apuntar las primera entradas del Libro de la Revolución. “Sí… peor que lo que hacen estos que están ahora, imposible…”, agregó el escribiente, en una notable descripción no sólo del gobierno de turno sino de todos los turnos y gobiernos que habían pasado por la tierra que albergaba al Club de Jubilados La Bocha Corta, de Escobar. “Fijate que hasta Perón le está errando feo”, acotó Fidel, algo extraviado. “Qué Perón ni perodonte! Ese ya se fue hace rato…”, aclaro los tantos Fidel, para tranquilidad de la masa obrera. “Ahora está el General Onganía che…”, agregó como para dejar en claro que la actualidad no era su fuerte. “Ese moralista hijo de su buena madre… Ya va a ver cuando engrase mi Mauser”, se envalentonó Ernesto mientras trataba de acordarse a dónde había ido a parar el fusil ese después de la mudanza de su hija. “Che, mejor nos organizamos eh…”, propuso Napoleón, que no era el escribiente por casualidad. “…Establezcamos el Plan de Acción, así lo anoto“. “Claro!”, dijo seguro Fidel… “Punto 1: Tomar la Casa Rosada…”, como para no dejar dudas de que la cosa se resumía al todo. “Epa epa… vamos rápido…”, se ofuscó un poco el de la silla de ruedas, como intentando dar cauce a un plan mejor pergeñado. “…Primero hay que llegar hasta allá… yo monedas, no tengo”, sentenció en un rapto de autocrítico realismo. “Iremos caminando”, sentenció Ernesto poniéndose y levantando al cielo el botellón de suero que solían darle por las mañanas en forma endovenosa. “…Dónde se ha visto un grupo de revolucionarios llegando en colectivo… Y si las cámaras no enfocan bajando por la puerta de atrás?… Un bochorno!”, cerró convincente y contundente a viva voz, antes de tener un acceso de tos que le duraría como diez minutos. “Sí, además yo tengo que esperar que venga el 60 que tienen rampa para discapacitados, que no pasa nunca el desgraciado…”, se quejó Napoleón, exacerbando ese sentimiento de desigualdad que envalentona a todo revolucionario a ir hasta el fondo de las reformas. “Callate maricón, que nunca pagás boleto vos con esa silla rumbosa que empujamos siempre nosotros…”, se despachó Fidel, como sacándose una espina clavada en la campanilla del alma hacía siglos. “Te voy a dar maricón a vos hijunagran…” lanzó ofuscado, tocado en su más profundo ser el ofendido; y empuñando la bic cuan daga se avalanzó sobre el insultante camarada sin demasiado éxito dada su escasa movilidad, pero con el suficiente rango de acción como para tirar al carajo el tablero de damas con todo y mesa. Pasada la afrenta y juntadas las fichas del suelo (tarea que a los revolucionarios les llevó hora y media dada sus avanzadas edades y las consabidas complicaciones visuales y lumbares), se calmaron los ánimos y se fueron a dormir: La mañana siguiente sería clave en el destino de toda una nación… y quizás de la humanidad entera. A eso de las cinco de la madrugada Ernesto entró en la habitación de Napoleón, y juntos fueron por Fidel, que era el único que dormía con una viejita ocasionalmente. La vieja roncaba tan fuerte que casi no podían despertar al camarada, lo que los obligó a gritar (y no es que, por lo usual, hablaran en voz baja, eh… todos padecía cierta dulce sordera). En eso estaban cuando se despertaron otros viejos del geriátrico donde vivía Fidel, y casi todos concluían en que acompañarían a los revolucionarios en su periplo triunfal hasta la Casa de Gobierno. A las cinco treinta ya estaban en la ruta, soportando la ignominia de los bocinazos de camioneros frustrados por tanta explotación de un sistema que no respeta a las personas como ellos. Así se iban dando manija, kilómetro a kilómetro (en realidad debería decir metro a metro, dada la lentitud de la marcha). Pero como nada es casual en la vida, esa lentitud fue la mejor de las circunstancias para que esa revolución triunfe: la caravana de nueve viejitos locos que empezó en el geriátrico de Fidel ya se había convertido en una columna de setenta personas que, conmovidas o simplemente solidarias con ellos los seguían en su andar hacia la Capital. A los sensibles agreguémosle los resentidos; a estos, los decepcionados… A los decepcionados y resentidos, los vengativos; y a todos estos, los familiares. Porque hijos y nietos, obviamente, a medida que se iban enterando por los medios se acercaban a sus padres-abuelos dado que, simplemente, no entendían de qué se trataba todo esto y temían algo malo. Qué ilusos! Malo es un eufemismo al lado de lo que tramaban estos hombres de temer. Para cuando cruzaron la General Paz (siete días después), más de dos mil personas completaban las dos cuadras y media de extensión de la columna que entraba en Capital para derrocar al gobierno y tomar el poder. Fue una larga jornada de orgullo y patriotismo la que los llevó hasta la Plaza de Mayo (los viejitos se tomaron el subte en la estación Congreso de Tucumán, por recomendación del Doctor Zin y de Cormillot, quien no paraba de dar notas al respecto en todos los canales -NdelR). Pero en el andar de esa gloriosa marcha se fueron sumando más y más adeptos, llegando a los setenta mil al momento de dar el grito que habían venido a proclamar: “Rendite Lanusse, en nombre de la Revolución… Estás Rodeado”, gritó Napoleón desde su silla encabezando la columna Sur. “Tu hora a llegado, Lombardi… El pueblo está con nosotros”, fue el grito casi simultáneo de Ernesto, al frente de la columna Norte. “Videla, Massera y Agosti… Se les terminó la farra… Entréguense vivos o muertos, pero entréguense”, anunció de frente a la puerta principal de La Rosada el mismísimo Fidel, jefe de la columna Oeste. Claro, era viernes y en Casa de Gobierno sólo quedaban algunos empleados de poca monta, quienes alcanzaron a huir por los túneles subterráneos hacia la línea B y arreglate vos… La gente no esperó a que los generales de la revolución entraran triunfales; arremetieron contra las rejas (que de muy buena calidad no son, hay que decirlo), derribaron la puerta y saquearon la Casa Rosada dejando nada más que la desolación de la tierra arrasada que toda revolución necesita para reconstruir su ser nacional y popular. Hubo quien cagó en el Sillón de Rivadavia, como ejemplo de lo que el pueblo (o el culo del pueblo) siente por aquellos próceres de libro con cuyas historias fueron torturándose a generaciones y generaciones de argentinitos que no alcanzaban a aprobar historia, coartándoles así su derecho a una vida mejor y condenándolos a trabajar como kioskeros, albañiles, ferreteros, peteros, plomeros, colectiveros, basureros, y demás Eros (lo que no incluye a Ramazzoti quien la ha juntado en pala gracias a la sordera popular y, además, no es argentino). Afuera, en la Plaza del Pueblo, los móviles de la televisión y de la radio no paraban de entrevistar a los tres prohombres del caos nacional, aun incrédulos de lo que estaba pasando. “Señor Bonnette, señor Bonnette… está toda su familia apoyándolo aquí, vemos…”, le decía un viejo lobo de la radio argentina a Napoleón, quien se encontraba abrazado a su hijo y rodeado de un par de sus nietos quienes lloraban. “Sí, mis hijos vinieron por mí… pero no para apoyarme sino para llevarme de vuelta al geriátrico ese de mierda…”, se despachó a viva voz el de la silla mientras luchaba con uno de sus hijos por permanecer en la plaza mientras este le empuja la silla hacia donde estaba el auto de la familia y el revolucionario resistía a puro freno de mano nomás. “Es que está loco, mi viejo está pirado… Es un hombre medicado porque su cabeza ya no funciona bien…”, se justificaba el pobre “hijo de“, mientras persistía en llevarse el mentor de la revuelta popular vernácula. “Andá vos a ese depósito de viejos! Te creés que me vas a encerrar de nuevo mientras vos te vas de fin de semana al campo…”, retrucó el general de la revolución, más seguro que nunca de su argumentación, por años mascullada en la soledad de ese agujero llamado “casa de reposo”… “Pero no… si yo también vivo encerrado en esa oficina donde laburo, papá…!”, se defendió el avergonzado y sobrepasado hijo de la revolución… “Y jodete por pelotudo…”, le espetó Napoleón, como corresponde a un General del Pueblo que no tolera la mariconada, y mucho menos si ésta proviene de la sangre de su sangre. “Cómo fue… Cómo fue señor Papastrini que se gestó este golpe popular…”, gritaba la cronista de un canal “serio” de televisión abierta, corriendo detrás de Ernesto con los pelos todos parados y el maquillaje desencajándole aun más su poco encajada cara. “Y… estábamos aburridos…”, confesó este Padre de la Revolución. “…Nos habían robado el dominó la semana pasada… Y las damas no dan para jugar de a tres”. Y sí…, motivo de más para patear el tablero.

13 de julio de 2009

El Pibe de Oro

Nació con una pelota bajo el brazo el Pibe de Oro. Digamos que a la altura de su vientre. su Padre lo soñaba desde antes de juntarse con Roxana: Un día un hijo suyo deslumbraría, dejaría ciegos a los hombres que osaran mirarlo. Sería algo así como un Dios, un mito, una leyenda. Algo desde luego sagrado. Y así fue que vino al mundo Diego Armando Gómez Peperina, el chico que deslumbraría con su encanto. Ya desde el comienzo, al dar sus primeros pasos, mostraba claros indicios de ser diferente: No lloraba, no caminaba, no agarraba la teta… Pero esas son pequeñeces que no hacen a la ilusión que Don Gomez tenía desde siempre abigarrada a su corazón: Tener un crack en casa. El sueño se le cumplo cuando El Pibe de Oro llegó a los doce años, no porque su hijo debutara en la 5ta División de Boca como titular, no, sino cierta vez que la policía decomisó unas pequeñas piedritas de crack (esa roca a base de cocaína) luego de allanar la casa familiar. Culparon del hecho al progenitor, y así Diego, el Pibe de Oro, se vio en la obligación de parar la olla. El problema era que la olla, aún parada, no se llenaba, y la madre de Dieguito se había ido con el carnicero del rioba, que era un tipo muy jodido y no quería que por nada lo molestaran mientras fornicaba o trabajaba. Las hermanas del Pibe, una mayor que él y las otras diez, menores, le buscaron mil trabajos (ellas preferían hacer las cosas de la casa, aunque por entonces vivían en la calle); pero El Pibe sabía que, muy en el fondo, el sueño de Papá Gómez debía ser cumplido, así como Don Gómez cumplía con su injusta condena allá en el pabellón del Fondo de la cárcel de encauzados (raro eso de ser condenado antes de tener un juicio, no?). Así que, fiel al honor de la familia, rechazó cuanta changa se le cruzara… hasta que la oportunidad llegó un día de la mano de la casualidad. Revolviendo los tachos, las bolsas y demás en la calle Libertad, una de sus hermanas encontró un aerosol con pintura, y ni lerda ni perezosa (cosa bastante poco habitual en ella, ya que de ambas cualidades tenía bastante, heredadas seguramente de su madre) se acercó a Dieguito mientras éste dormía su mamúa en medio de la plaza, y lo roció con esa pintura como queriendo hacer de su Hermano mismo una aerografía. El resultado, inesperado, enmudeció al Pibe; cuando despertó, sin saber lo que pasaba, se dio cuenta que la gente lo miraba sonriente, que el mundo lo incluía con sorpresa pero simpatía. No entendió lo que sucedía hasta que se miró en los espejos del pasillo que cruza la 9 de Julio hacia la estación de subte; la vida había dado ese giro de ciento ochenta grados que su padre soñara para él: ahora era el Pibe de Oro de verdad. Y es que la pintura del tarro era dorada y el chico parecía toda una estatua de algún culto del sudeste asiático, semidesnudo por el calor cuando su hermana lo pintó. No tardó, Diego Armando Gómez Peperina, en conseguir un trabajo como ídolo: justo se inauguraba una Feria de novedades en La Rural y necesitaban un Buda niño que se sentara en la puerta de un stand todo el santo día sin hacer nada ni hablar; sin dudas, el trabajo ideal para quien quiere ser idolatrado sin tener que hacer nada más que estar pintado de dorado y tener una pancita como la que el desnutrido Dieguito hacía tiempo que desnutría. Son cosas de la vida: el Pibe terminó siendo casi como un Dios. Afortunadamente, Papá Gómez aun no se ha enterado.

5 de julio de 2009

La Bruta

Conocí a la bruta en mi viaje de egresado en Palo Seco. No es que no nos haya alcanzado para ir a Bariloche, sino que a mitad de camino se nos quedó el micro y tuvimos que hacer parada en ese pueblucho rural; y, adivinen qué, perdí el micro cuando partieron después de reparar esa correa de ventilador… Y nadie se percató de mi ausencia de tan poco popular que era yo entre mis compañeros (qué digo compañeros, Enemigos eran esos hijos de puta!). Por eso mismo, lejos de lamentarlo, decidí que mejor que pasar quince días en ese Guantánamo estudiantil era quedarme acá sin más, conocer el lugar, hacerme de amigos y, con suerte, no volver a casa. Tampoco allá iban a extrañarme, si éramos como doce hermanos (doce o trece, no me acuerdo). No sabía por entonces lo que me deparaba el destino. Trabajé enseguida en el taller mecánico donde arreglaron el micro. No Me pagaban, porque el chofer había huido sin abonar la reparación, así que vine yo a pagar los platos rotos y las facturas impagas. Pero a los dos días me liberaron de tal responsabilidad, más que nada debido a que yo era un inútil total que daba más trabajo que el que solucionaba. Y lógico, si era un pendejo de 23 años (no les dije, pero era repetidor de los que repiten todos los años al menos una vez). Así, por puro bruto, me fui quedando en ese villorio aburrido que se fue haciendo mi hogar; y no tarde mucho en dejar de dormir en ese taller para Acomodarme ya en una casa de Buena Familia. Ahí conocí a La Bruta. Ya me habían hablado de ella, un poco en broma (creí por entonces); y como en el pueblo de donde vengo “Bruta” significa “Fuerte, atractiva”, enseguida se me hizo en la cabeza la imagen de una diosa impresionante. Y la verdad es que sí, ella impresionaba; no sólo porque de físico estallaba: era grande, grandota…; de espaldas, de manos, de piernas… Sino porque era impresionante verla en acción. Como es de esperarse, bruto y bruta se atraen. Pero en este caso, yo era el intelectual de los dos. Tal era la brutalidad de ella. Cuando sus padres, los dueños de casa, me la presentaron, no terminaron de decir “él va a ser nuestro nuevo huésped” que ella me pegó una palmada tal en la espalda que casi me tira al piso, y del beso (en el cachete) casi me tienen que operar para extirpármela. Por supuesto que su familia ni se inmutó por ello: estaban habituados a reacciones mucho más exageradas que una bruta palmada de bienvenida. En ese momento lo tome como una simple broma (nada femenina por cierto); más tarde pensé en un exceso hormonal retenido, y liberado ante la presencia del hombre enfrente (alguna vez evalué la posibilidad de estudiar psiquiatría, pero es una carrera que requiere de leer más de un libro, cosa que me supera). Al final me di cuenta que era de bruta nomás que se comportaba así. Fue difícil escapar a sus modos cavernícolas, un poco porque tan fea no era (si no la mirabas moverse ni la escuchabas hablar) y otro poco porque yo estaba solo; y eso a esta edad te lleva a cometer todo tipo de errores con tal de ponerla. Y pequé. No fue difícil, dado que ella se me venía a la pieza y ni golpeaba siquiera (claro, era su casa, pero…). Pegaba un empujón y reventaba la puerta de una; y se metía como apurada, juntaba un par de medias del suelo, mi remera, las acomodaba y se me tiraba en la cama, me enchufaba el vaso de agua en la boca, me peinaba, me tiraba de los cachetes… Todo esto en la mañana y en menos de un minuto. La verdad es que, pensándolo hoy, yo debí haber sido muy boludo o debí haber estado muy pero muy falto de atención para permitir semejante trato de marioneta vapuleada. Era un atropello! Y lógico, si la Bruta era como un camión con acoplado y sin frenos. Y yo, de camionero, nada. Pero fue imposible evitar que las cosas subieran de nivel. Si ya de entrada se me instalaba en la zapie, imagínense que al poco tiempo ya era difícil sacarle seis centímetros de distancia. Me tenía más marcado que un defensor central al número 9. Eso no me molestaba tanto, pero cierta vez que íbamos por la calle me hizo pasar vergüenza del empujón que me dio cuando saludé a otra chica del pueblo, la hija del mecánico donde yo había “trabajado”. De ese empujón me metió en el Registro Civil nomás. Y ya sacamos fecha para casamiento. Sacamos digo para no sentirme discriminado, porque en realidad los trámites los hizo ella con mi consentimiento tácito; lo que equivale a decir que nunca me consultó siquiera. Pero quién osaría oponerse a la fuerza bruta de La Bruta? Yo, su marido, no. No y no, quise decir cuando el juez preguntó “Acepta…”, pero me salió un sí que era como rendirme al enemigo incondicionalmente a cambio de sobrevivir. Porque cuando la miré antes de contestar, sus ojos casi me cachetean de bruta que era. Ella, al verme dudar a la hora de firmar, me sacó la lapicera y firmó ella con mi nombre; y ni forma de hacerle entender que esa firma no era válida y bla bla bla… Como todos, hasta el juez, la conocían, no insistieron mucho y dieron por válido el matrimonio, mal que me pase. Y así llegamos al altar. La pequeña capilla del pueblo estaba llena (hacía como dos años que nadie se casaba de la poca gente que quedaba en ese villorio). Ella estab imponente: Parecía el Perito Moreno (no el prócer sino el glaciar), toda de blanco que encandilaba. Yo estaba, al fin, contento: era la primera vez que resultaba el centro de interés social de todo el mundo y, además, había una fiesta en mi honor. Qué iluso era por entonces. Entró la Bruta a la iglesia y ya comenzaron los problemas, porque de bruta que era llegó antes que yo, que no por asustado estaba retrasado sino que era temprano: Tan temprano como que llegó doce horas antes, porque ella había entendido que la misa era a las nueve de la mañana y no hubo forma de que sus padres y amigas la convencieran de que era a las nueve de la noche. Así que me fue a buscar, todo el séquito detrás caminando de la capilla a su casa (donde yo dormía todavía la tranca de la despedida de solteros), levantando polvareda por la calle de tierra a la velocidad del paso a que ella nos tenía acostumbrados, una suerte de marcha olímpica imposible de seguir si no la corrías. Así mismo me llegó, en medio de mi sueño, para convertirse en otra pesadilla. Me levantó del cuello con una mano, me puso el saco (la camisa y pantalones no me los había sacado del pedo que tenía al acostarme), y me llevó en el aire hasta la Casa de Dios, quién no sólo no estaba sino que tampoco estaba el cura, otro que había participado de mi despedida y también dormía vestido, pero no en la sacristía sino en lo de Doña Rosa, la catequista (no me pregunten por qué, pero se ve que era más cerca su casa que la parroquia). Al percatarse de la falta de personal celestial idóneo, la Bruta no dudó: manoteó a un chico que hacía las veces de monaguillo, quien estaba chismoseando como todo pueblerino, y lo puso detrás del púlpito a dirigir el sacramento. El pibe no tenía ni la menor idea, pero era vivo y se dio cuenta que mejor seguirle el juego a la Bruta que reconocerse inhábil para el puesto. Así que mintió un poco el texto, dijo dos o tres pelotudeces de rigor y preguntó lo que tenía que preguntar, de la manera más simple y sencilla: “Ustedes se quieren casar?” Sí, contestó ella por los dos. “Entonces los declaro marido y marida”, dijo el pibe, que era bruto pero no boludo. Y así, por primera vez, la ví sonreír a la Bruta, lo que valió todo el sacrificio de estar a su lado. No voy a contar lo de la noche de bodas, pero sí vale aclarar que la fiesta se terminó de un golpe cuando ella echó a todos al grito de “basta, váyanse… llegó la hora de la consumación”. Escalofriante! Y los sacó uno a uno pa’fuera a las patadas como perros en jardín ajeno. Después llegó la mañana, con el cantar de los pájaros; se me terminó la mamúa de dos días de festejos… y entonces comprendí, perplejo, en qué situación me hallaba. Ahora era el marido de La Bruta! Y bueno, como dice le saber popular, de las peores se sale con educación: Así fue que me decidí a terminar la secundaria. Mi jermu me mantenía porque la familia era dueña de unos campitos muy generosos que daba para los cinco (ella tenía un hermano que con buen tino había rajado para Córdoba capital, pero igual pegaba un mangazo puntual cada fin de mes). Entonces me inscribí en el bachillerato nacional y en un año y medio estaría recibiéndome de grandulón diplomado. Era, desde ya, el más viejo de la clase, pero mi plan iba derechito como mi andar cuando la Bruta me mandaba a hacer las compras. Así llegó mitad de 5to año y, claro, tuvimos nuestro viaje de Egresados. Otra vez para Bariloche, esta vez sí. Pero cuando partí, me dí cuenta que si llegaba allá no me iba a quedar otra que volver; así que en una de las paradas me las rebusqué para aflojar la correa del ventilador del micro. El motor recalentó, y no hubo otra que parar en un pueblucho de La Pampa que no les voy a revelar porque ahora es mi guarida. Sí, me quedé acá cuando partió el micro. Tomé el recaudo de decirles a todos que estaba con diarrea, y que si no me encontraban era porque estaría seguramente en el baño del bus. Y así partieron sin mí, creyéndome descompuesto e hincado en el inodoro del colectivo salvador. Esa es la manera como zafé de la Bruta, pero ahora que me volví a casar (aquella boda no tenía validez legal, si yo nunca firmé) y estoy obligado a mantener una familia, me pregunto si era tan malo soportar a una bruta todo el día o si es peor tener a tu suegro de jefe, como me pasa hoy día. Creo que en cualquier momento tiro la toalla y me vuelvo para Palo Seco nomás. Pero lo que más lamento es no haber conocido, al fin, Bariloche. Capaz me haga docente para irme con los alumnos alguna vez.

26 de junio de 2009

El Embarazador de Southampton

Conocí a Simon Zorren en el hospital St. Joseph cuando pasaba sus últimos días en este mundo y, como suele sucedernos, ya no le importaba demasiado su timidez. Por eso, y sobre todo por la ginebra que yo, como buen enfermero que soy, le daba sanamente cada noche a escondidas de la caba de turno, Simon desnudó su más oculto costado (no hablo del derecho o del izquierdo, que esos ya me tenían cansado de tapárselos una y otra vez al viejo este, que no sé cómo hacía pero se destapaba todo el tiempo el muy jodido). Cierta noche fría de otoño acá en su Southampton natal (a donde había vuelto cansado de tanto trajín y “hacer la América”), en un ataque de lucidez poco frecuente, seguramente milagros del aguardiente!, me contó su vida. Corría mediados de los ‘50 cuando el joven Simon, harto de las privaciones de posguerra pero sobre todo de tener las bolas congeladas acá en la Gran Isla Británica, se embarcó sin rumbo en el primer barco que zarpaba (no sé si leyeron algo, pero Southampton es un puerto, manga de burros -N del R). Ese bergantín (no es una definición técnica del tipo de navío sino un eufemismo dada la lamentable condición del barco) venía para el Río de La Plata, y así Simon (se pronuncia Saimon, sépanlo), por entonces un entusiasta pero tímido chico de unos veinte, salió de perdedor. Sí, ni bien tocó tierra firme, el rubio niño fue tentado a visitar el célebre Anchor In Bar, un símbolo de aquella Buenos Aires de la abundancia donde abundaban las putas en espera de boludos como Simon (o Saimon, como quieran). Y en este cabarulo del bajo de Barracas el inglecito conoció la cara de dios sin siquiera asomarse a una iglesia. Sí, debutó. Él, único hijo varón de una familia católica del sur de Inglaterra, nunca se habría animado a pagar por una mujer allá en las tierras que pisaban su madre y sus hermanas (una más trola que otra como buenas inglesas del sur). Pero acá ni lo pensó; una, porque del mareo que tenía al bajar del barco después de veinte días ni se acordaba en qué religión lo habían bautizado… Y otra porque el muy nabo no se dio cuenta que había pagado hasta que revisó la billetera la mañana siguiente (quien dice mañana, dice mediodía). Pero pasaron algunos años en los que Saimon se convirtió en Simón, o más acá, Don Zorren. Se instaló en Don Torcuato y se hizo de una vida que, sin ser para envidiar, tenía sus gratificaciones. Él era amado por su barrio porque era el que daba las noticias… No, no era periodista. Con ese acento que no se le iba parecía infradotado, cómo iban a aceptarlo en las insipientes radios que de a poco ganaban la plaza. No. Simón repartía diarios. Se levantaba a las cuatro de la mañana, mateaba (es un decir; nunca se le pudo hacer entender que de la bombilla se debe chupar, no soplar dentro) y salía a pedalear la vida silbando algún tango a los que, de vez en cuando, les agregaba una que otra letra de Los Plateros, haciendo de esa música un cambalache único. El asunto es que, en una de esas mañana en que clasificaba los ejemplares, se le cruzó por las manos una revista de esas que venden cualquier cosa de un modo bastante convincente. Y en ésta la revelación era un método para seducir mujeres a distancia. “Guauuuu!!!”, se dijo Simón, el tímido que hablaba mal y cantaba peor. “Éste es mi chance de ganando”, observó con la agudeza propia de un canillita a las cinco de la madrugada y mal dormido. Al otro día mandó la carta. Y a la semana ya le empezó a llegar el curso completo, con (obviamente) los cheques para ir haciendo el pago quincenal correspondiente. Saladito pero muy tentador, el Simón de Boludear éste (como lo había bautizado la señora que le alquilaba la pieza donde vivía, en obvia alusión a la Dama de las Camelias) comenzó a practicar con tan poco tino que en lugar de tomar como conejillo de indias a una chica desconocida, de otra ciudad, alguien de la calle… no… El tipo se empecinó en seducir a la hija del turco, la ferretera (o sea, la hija del ferretero que atendía la ferretería); que no era lo que se dice un minón, no. Más bien, el epíteto que le iba era el de “bulón”, dado el rubro en el que se desempeñaba y las pocas curvas que anunciaba a su paso por la vida. El hecho es que el Simón este empezó a pasar más seguido por la vereda de la ferretería… Y a cada pasada aplicaba los términos de lo aprendido: Herramientas de personalización del vínculo, dominio absoluto de la atracción, transmisión de confianza… Todo iba según el manual del curso por correspondencia (la dama en cuestión, ni enterada); hasta que una mañana se supo: La Juana estaba embarazada! Nooooo..!! Algo estaba mal ! O alguien le había usurpado el rancho, o las herramientas de seducción habían sido mal utilizadas, llegando demasiado lejos (y justo dónde el bueno de Simón quería). Claro que esa duda se fue despejando al no aparecer el padre de la criatura ni en el periódico. Eso le fue confirmando al inglecito que esa panza era responsabilidad suya; y una buena tarde entró en la ferretería, encaró al ferretero y le dijo: “Yo mí es el panza dueño”. Digan que el turco no le entendió (porque él tenía lo suyo también a la hora de hablar de acentos y modismos), que si no le entierra la llave inglesa esa que tenía para vender en el balero, y le hunde de un solo golpe ese jockey sucio (que el inglés no se sacaba desde que subió al barco) hasta el fondo mismo del cerebelo. El Simón quiso encarar a la mismísima Juana para explicarle que él era el responsable, y que habría de hacerse cargo de lo hecho. Y cuando lo hizo, a la mina le cayó la ficha de que esa era la única salida para salvar la mitad del honor que ya había perdido por completo; y como buena comerciante que era la turquita, se dijo: “Y bueno… a veces hay que perder para ganar”. Y se casó con el inglés de Marras (Marras era el nombre de la señora que lo alojaba). Desde luego que el secreto fue bien guardado bajo siete llaves; nadie debía saber que el iluso se había cargado de tal resultado creyéndose el responsable “a distancia”. Pero eran los años cincuenta y todo era posible, más que hoy día. Y por qué no, si hasta Cristo nació de un vínculo etéreo… De esas estaba llena de vida del buen Simón, cuya educación católica había sido el pilar de sus torpezas. Claro que la relación no duró mucho; al tiempo nomás apareció el verdadero padre de la criatura, un viajante de comercio casado que pasaba por la ciudad una vez al mes, quien se tomó seis meses para decidir si terminaba con su mujer y empezaba una nueva vida con Juana la Ferretera o continuaba su fantochada familiar… Y decidió, salomónicamente, seguir casado pero haciendo doble vida (un clásico de viajantes, embarcados y policías). La chica aceptó con tal de deshacerse del incomprensible inglecito (a quien nunca le entendía nada); y se fueron de Don Torcuato a vivir a la provincia. El pobre Simón, ahora otra vez solo, decidió que esas prácticas a distancia podían ser peligrosas y una noche, la última en la casa que el turco padre les había dado para que vivieran, en los fondos de esa casa maldita, quemó todas las instrucciones, diagramas, notas y apuntes del curso de Seducción a Distancia de la Academia Charles A. Thompson Jiménez de Miami. Y de cara a esa pequeña fogata se juró nunca más abusar de la suerte de ser un seductor de tal calibre que podía, sin siquiera quererlo, embarazar a una mujer con sólo pensarla mucho. Si embargo, ya lejos de esa ciudad que lo hizo a un lado por perdedor y por foráneo (eran tiempos del peronismo más nacionalista y cualquiera que hablara inglés era mal visto, como corresponde!), Simon Zorren comenzó una nueva vida que lo llevaría de nuevo a tropezar con su propia habilidad para tropezar. Y es que, si bien tuvo la suerte de encontrar un compadre que pronto lo cobijó ofreciéndole casa y trabajo sin que él tuviera que pagar nada más que atender una casa de comidas dieciséis horas por día (lo que incluía parte de la noche), el destino de seductor lo esperaba detrás de ese mostrador. El inglecito éste estaba tan contento de rehacer su vida que mucho no reviso ese trato, sino que le puso toda la onda; se compró un chaleco a rombos, unos tiradores nuevos, y se calzó el delantal y el gorro blancos que, detrás de ese mostrador de zinc lustroso, le deban “un aires (según el creía) de Don John irresistibla“. Y ahí, en ese paso semántico estuvo el principio de la vuelta al caos. Porque de “irresistible” a “seductor” hay casi nada; y de esto ultimo a “seductor a distancia”, solo un trámite. Y así, una tarde de septiembre en que el calorcito de la insipiente primavera comenzó a asomar con ganas, el obsesivo Simon puso sus ojos en la corta falda de una de sus más asiduas clientas, Filomena S (evitamos toda mención al apellido de la dama por obvia preservación de la honra de la pobre). La piba no tenía más de dieciocho, pero por entonces las buenas familias le buscaban candidato a las niñas a muy temprana edad para evitar que conocieran lo maravillosa que es la vida y nunca más se casaran. Claro que la familia de Filomena, los S (también a ellos los preservaremos), no tenían precisamente en la cabeza un tipo de la clase de Simoncito para cónyuge de su hijita malcriada. Fue entonces que el pobre inglés comenzó a darse cuenta que cada vez que la niña entraba al negocio a por unos pastelitos o unas croquetas, él no podía abstraerse de ello y, casi instintivamente, comenzaba a hacer uso de las técnicas de seducción tan fríamente aprendidas con sajona aplicación. Bueno, era inglés después de todo! Y, claro, al tiempo la chica desapareció de la ciudad; nadie la vió más. Simon sospechó algo… Él sabía mejor que ninguno que algo extraño ocultaba la familia S (los seguimos protegiendo, pero ya me estoy cansando). Entonces, una noche se quitó el delantal antes de la hora de cerrar y se hizo una disparada corriendo hasta lo de los S (está bien, se llamaban Sorreguieta… contentos?). La mucama no se sorprendió al verlo en la puerta cuando abrió: algunas veces él mismo alcanzaba los pedidos para poder espiar un poquito a la nena ahora en fuga. La empleada lo hizo pasar, y mientras esperaba en el vestíbulo alcanzó a escuchar una discusión entre los Sorreguieta durante la cual uno de ellos decía: “Dejémosla allá hasta que nazca el niño…” Eso fue suficiente para que el empecinado seductor viera cómo se derrumbaba todo su nuevo mundo una vez más y como antes, en Don Torcuato. “No” se dijo, “…esta vez no voy a ser tan torpe… Si yo la embaracé a distancia, como a Juanita, nadie puede saberlo excepto yo… y mi maldita conciencia”. Pero, justamente, la conciencia es un amigo que no sabe guardar un secreto sino que nos lo recuerda con saña cada vez que puede; de lo contrario se llamaría inconciencia, verdad? El destino quiso que se reivindicara de un modo muy casual; aunque en los pueblos de provincia casi nada sea casual. Y sería de boca del cartero que se enteraría dónde había ido a parar la chica y su panza geográficamente ocultada. “Che… inglés… Así que los S (no ocultamos el apellido ahora sino que es demasiado largo para escribirlo todo el tiempo) mandaron a la nena a estudiar a tus pagos!”, le dijo ingenuamente el repartidor de cartas, sin sospechar que ese comentario chismoso cambiaría la vida de más de una persona. Porque era ese, precisamente, el dato que Saimon (Simon, o sea) estaba queriendo conseguir sin éxito. “Cómo Usted sabés el qué ciudad de dónde ahora es ella?”, cuestionó muy seriamente a Lito, el cartero, mirándolo fijo con esos ojos azules de lobo que eran capaces de intimidar (aunque para ver no sirvieran de mucho, dada su miopía). “Y mirá che…”, lo desafió Lito, mostrándole el sobre de la carta que estaba por entregar: “Rte: Filomena Sorry, 32, Church Lane, Southampton, England” decía cruel pero inesperadamente el sobre que le enviaba la chica a sus padres. No había terminado de leerla el inglecito que ya se había quitado el gorro de cocinero ese, tan ridículo, el delantal y ya estaba en su habitación haciendo la valija con lo poco que tenía (el chaleco de rombos, los tiradores, más un par de camisas y ya) para tomarse esa misma noche el bus a Buenos Aires, donde embarcaría al otro día hacia Inglaterra. Porque él había aprendido a callar, a no permitir que la gente lo culpara nunca más por ser así de seductor… Pero sus principios estaban intactos, con eso no se jugaba; y no iba a permitir que la chica tuviera su hijo sin saber quién era el padre y por qué ella estaba sufriendo ese destierro. Él, una vez más y como correspondía, iba a reconocer su responsabilidad en el hecho. Y cuando llegó, quizá por primera vez en la vida, fue a tiempo; justo a tiempo. Porque la chica, quien sabía muy bien quién era el padre de la criatura, se encontraba sumida en una depresión terrible, lejos de todos sus afectos, en un país donde nadie le entendía y, además, con un clima horrendo que deprimiría hasta al mismísimo Robin Williams. Entonces la absurda llegada del confeso embarazador no sería tan absurda sino una verdadera bendición para la chica, que ya estaba a punto de parir en ese hospicio que era más deprimente aun que el clima tormentoso del sur de Inglaterra. Y estando él se animo a escapar de allí, a intentar una nueva vida con su hija a quien no quería dar (como le imponía su familia)... Si hasta se animó a convencer a Simon que no debía temer embarazar a cada mujer en la que pensara! Así fue que Don Simón, este viejito que cuidé a pura ginebra en sus últimos días, volvió a reconciliarse con su tierra y consigo mismo; gracias a una niña que, en la más difícil, supo elegir dándole la espalda a todo aquello para lo que había sido criada por su pacata y engreída parentela. Y acaso no es mejor elegir un hijo de incierto futuro que una familia con demasiado pasado?

11 de junio de 2009

Milanesa, el Payaso sin Huevos

Era un payaso empastillado. Un borrachín desalineado que de vejete se dio por abstemio y ya era tarde para reivindicaciones, lo que sin mucha vuelta lo llevó a los psicofármacos. Así salía a la arena: Dando tumbos y aspavientos. Los brazos trepando del aire, un lugar del que nadie puede jamás Agarrarse; y es que Juanjo lo intentaba pero el aire siempre, siempre lo esquivaba. Dije salía a la arena no porque el circo fuera su escenario ni los niños su publico privilegiado, no. La arena era su lugar desde que repartía volantes para el Corralón Don Huberto, venta de materiales de construcción a precios de joyería, donde “Ladrillito” (pseudónimo del yosapa este) era sin duda La mejor carta de publicidad y la más barata: Un sánguche de mortadela a las 12 y un choripán a la salida, más un centavo por volante lo que hacía como diez pesos al día descontando los de lluvia, los domingos y las fiestas de guardar. Así nomás iba la vida de este payaso de porquería que tenía menos onda que Sofovich cantando la Lotería. Se lo oía refunfuñar por lo bajo y sin motivo a la vez que daba un pelpa, la mirada torva y malo a veces tanto que ni entregaba ese volante que ofrecía con la mano, reteniéndolo muy firme como pensando en un “Oleee…!” cuan revancha de volantero a ese desinterés del vulgo en tránsito. Y es que Ladrillito era un payaso de cuento, y el peor de todos los cuentos era la oferta del día: De esos volantes no salía otra cosa que mentiras. Y qué culpa tenía Ladrillo que el cemento fuera trucho. Que la cal pesara menos de lo que decía la bolsa; y que la arena mojada a la final se achicara. Culpa, no se si llamarlo culpa… pero Ladrillo sabía, y sin embargo salía todos los días al ruedo trastabillándose en pedo aun si ni siquiera tomaba, por culpa de esas pastillas que le vendía el cadete de la farmacia de enfrente, esas que él se afanaba. Todos, hasta los niños del rioba, creía en esos rulos; y es que eso era lo único que no era trucho en Ladrillo. Ese Juanjo era un tipo de profusa rulosidad, y con esa mala tintura para matizar las canas, las crenchas brillaban verde, medio mezcladas con rojo, que era herencia de su abuelo, un irlandés patoso oriundo de Hurlingham. Yo una vez lo vi en un bar en la estación de Haedo, esa donde sacan fichas pa’ver quién termina más en pedo. Me senté porque me llamó; me dijo: “Hoy vuelvo a ser yo mismo”, se pidió una de tinto, y se la empinó todita. Ahí nomás, sin más vuelta ni preámbulo ni nada me confesó, lengua ardida, que su pasión, la Bebida, no le impedía ver las cosas como son; que de la vida no se olvidaba y que siempre soñaba que un día, llegado desde la nada, un gran circo lo buscaba para llevárselo lejos, ávido de un payaso que maravillara niños bajo arcoiris de luces al grito de “Mi-la-ne-sa…, Mi-la-ne-sa…” Loco, dije ya yéndome, y como hablándome a mí mismo… Aquí este tipo que sueña… Y yo sin huevos por esta noche para hacer mis milanesas. Pa qué me habré dejado entretener por este payasín volantero…! Ahora otra vez terminaré comiendo fideos con manteca. Pucha que es cruel esta vida.

1 de junio de 2009

El Hijo del Gaucho Griego

Mario Nicanor de las Mercedes Papadopoulos nació estigmatizado. Su marca no era otra que la de ser el único hijo de un griego gaucho. Al menos eso creía su padre que era. Y esperaba de su vástago que, de un modo muy literal, éste fuera astilla de tal palo. Y digo literal porque ambos, padre e hijo, eran virtualmente de madera. Nada influye en mi juicio que el señor Papadopoulos se haya criado entre abedules y acacias: Hay gente de buena madera y otros que son de madera nomás. Y eso quería Don Griego (como lo llamaban allá en el pago de Chala Seca, Provincia de Santa Fe), para su hijo: Una vida de madera. Y qué acertado el gaucho griego! Su hijo realmente daba con el perfil. Sin embargo (siempre hay un sin embargo, aunque en esta familia los embargos eran cosa de todos los días), Mario Nicanor tenia otros planes para él y para su Vida. No es que el pobre tuviera un futuro imaginado ni nada que se le pareciese; es que Vida era su noviecita de la primaria. Y el Nicanor este andaba alzado con ella desde muy temprana Edad. Casi se diría que había nacido alzado el pobre gaucho frustrado. Y asumo como mío Lo de frustrado porque así era: Nican (como lo llamaban en su circulo de amistades) cargaba con esa pesada llaga de no poder ser el gaucho que su padre esperaba de él. Por eso, y porque sí nomás, casi siempre tenía problemas de erección a la hora de embocar, lo que no desesperaba a Vida, que era tan frígida como que se apellidaba Frigerio. El chico sabía que para ser feliz la única salida era por ruta 8. En Otras palabras, chau pueblo y si te he visto no me acuerdo. Pero Don Griego (tal vez si Ud. es de Chala Seca lo recuerde cómo Griego de Mierda, porque así daban en llamarlo algunos muchos), el padre de la criatura, no sabía nada de nada, pero menos de sutilezas; y no desperdiciaba oportunidad en recalcarle al muchacho lo mucho que lo defraudaba con esa pose amanerada, los pelos lacios teñidos de rojo y esa ropa toda ajustada que lo único que le faltaba era usar sandalias con taco y bla bla bla… Y es que Nican era un flogger, un artista de la pelotudez diaria, nada malo si se tiene doce años, pero a los 30 se interpreta un poco raro, sobre todo si se lo mira desde arriba de un Deutz 2430, que es un tractor muy conservador y Bastante alto, desde el cual la perspectiva favorece mucho a quien critica, y muy muy poco a quien fuma con filtro parado en la esquina de un pueblo sin asfalto, de zapatillas rosa y pantalón limón. Y como tenía que ser, un buen día Que Nican y Vida estaban casi listos para huir, el patriarca se brotó. Se había acabado el anís y tampoco quedaba ni caña siquiera cuando Nican entraba riendo a la casa acomodando su flequillo, casi como estirándolo (es que tenía unos rulos Que ni pa’gaucho servían, menos para hacerse el flogger); ahí nomás, de entrada en la cocina, lo abarajó Don Griego, el Gaucho de Mierda, el de la madera, y de un golpe de hacha seco como el pueblo, perfecto, pulcro y perfecto diría un animador de boxeo, de un solo golpe lo dejó sin cabellera… Volaron flequillos que, de tan truchos, en el mismo aire se enrularon cayendo en zarcillos al mosaico gris de la cocina de campo como colitas de chancho, y cuan finalmente aliviados. Nican, el flogger rapado, el Rebelde sin Casa (obviamente lo Estaban echando, no?) se desmayó; su carrera de flogger estaba acabada; y pa´skinhead no le daba. Y que razón tenía Don Mierda, el Griego para hacerle eso: Acaso podía existir realmente un Gaucho Maderero? Un invento griego..!! Pero andá a hacérselo entender al bruto de Don Papadopoulos, hombre De pocas letras y ninguna Idea. Y menos era posible Sin caña ni nada que lo endulzara, tanto como para que cantase alguna canción de Miranda de esas que, sin querer, a veces silbaba mientras aserraba los troncos creyendo que rendía homenaje a alguna zamba de Don Ata. De tal palo…

21 de mayo de 2009

Soy Glam, de Glew

Me presento, soy Julian y soy glam y como vivía en Glew, todos me conocen como el Glam de Glew. Mi ciudad es una pequeña localidad del confín del Gran Buenos Aires Sur, allí donde termina el tren eléctrico y se hace diesel nomás, para seguir más allá a puro ruido y tardar y tardar. Será por eso que esto de ser eléctrico me pegó, y fuerte. Desde chiquito ya agarraba la escoba de mi abuela y me zapaba un par de temas de Sandro y los de Fuego (que era lo que escuchaba ella); después le tomé el gustito a los maquillajes y accesorios de mi tia Yoly (a ella no le causaba nada de gracia, no solo porque le parecía afeminado de parte de su único sobrino que ande pintarrajeado por el barrio, sino porque el costo de esas porquería siempre fue privativo, yo, el Glam de Glew, no me andaba con chicas ni con pocas). Eso mismo, el que yo no anduviera con chicas, era lo que más les jodía a la tía y a mi vieja, pero a esta última no le afectaba tanto dado que todo lo endulzaba a puro vino blanco. Y eso achica las fronteras entre el ridículo y me importa un carajo. Toda vez que podía me colaba en el Club Social Y Deportivo Glew para espiar a las banditas que iban a tocar. Así me fui haciendo amigote de muchos que después fueron conocidos, y yo con apenas 12 años! Algunos me querían coger porque parecía una nena, todo pintado y con ropas de pendeja, pero enseguida me dejaban tranquilo porque mi voz a los doce ya era como la de Julio Sosa a los 41, muy rasposa pero como que me cambiaba y me salían de pronto unos aguditos muy histéricos que me daban un toque especial a la hora de encarar algún temita de los Virus o Babasónicos. Éstos recién empezaban pero yo ya los tenía recalados desde el vamos porque habían venido a Glew y porque una vez me escapé para ir hasta Lanús a verlos y después me perdí volviendo, en Adrogué, y la cana me tuvo que llevar a casa de la oreja como un borrego que era, bardeándome todo el tiempo con eso de que parecía una mariquita y qué carajo te creés que sos una estrella de rock, pelotudito y bla bla bla… (conocida es la manera tan fina de incentivar que tiene el zumbo promedio de la Bonaerense). Cuestión que ese día me decidí que quería ser un músico de Glam Rock tipo T-Rex, todo lentejuelas y anteojos muy “femme fatal“. Y fue gracias a las palabras que ese sargento le dijo a mi madre antes de dejarme de nuevo en casa con las orejas rojas y el culo idem de las pataditas que me iban dando desde que bajamos del patrullero hasta que entramos a casa. “Caguelo bien a patadas en el culo si vuelve a salir a la calle así, y va a ver como se regenera; si no se le va a hacer puto nomás le digo eh…” (todo un decálogo de la moral del conurbano que no hay que olvidar para poder comprender por qué estamos donde estamos). Ese día junté mis cosas y me escapé por la ventana para hacerme, de una vez por todas y para siempre, estrella de Glam Rock. Tomé un tren diesel que me llevara muy lejos, pero el muy choto se quedó parado a los dos kilómetros por un desperfecto (cosa de siempre) y me tuve que volver caminando a casa ya que ni un mango tenía; por suerte nadie se había avivado y zafé de la cagada a palos pero igual mamá no me pegaba, de tan mamada que siempre estaba. El problema era que esa noche en que me dejaron en casa los ratis esos uno de ellos le echó el ojo a mamá (se ve que le gustaban las mujeres fuertes de aliento) y el pesado pasaba todas las tarde a visitarla con el pretexto de ver cómo progresaba el putito a regenerar por el macho sistema que él representaba como la misma mierda que era. Entonces preparé mejor el plan de escape, que esta vez incluía venganza. Como buen Glam ya maneja cierta data sobre pastillitas de esas que te dan como cosquillitas en la conciencia si tomás una… Pero yo le mezclé como 15 (cuántas trae el blister?) en el whisky al puto rati ese que ahora hasta se quedaba en casa a pasar la noche y me comía las milanesas en lugar de hacer la ronda nocturna, el atorrante. Fue fácil porque el tipo le daba duro al trago y del pico. Un trámite! Así que cuando se desplomó a los pies de la cama, aproveché para afanarle el arma, la guita de las coimas que había recaudado esa misma noche de los bares y puteríos de los alrededores, y les puse las esposas a él y a mamá en los barrotes de la cama, desnudos ambos, y con un cartel que decía: “$2 por una foto con nosotros”…; y dejé la gorra de vigilante boca arriba al costado de la parejita obscena y la puerta de casa bien abierta de par en par. Eso me dio como tres días de ventaja: Yo sabía que los que entraran, más que preocuparse por ellos se dedicarían a sacarse fotos. Es que en los barrios pobres la diversión no abunda, así que toda cosa nueva es bienvenida, menos los nuevos ricos, que igual nunca vienen (para qué?, para deprimirse acordándose de cuando eran pobres?). Y esta vez sí me tomé el tren correcto hacia Bahía Blanca en Pullman y todo!, pagando pasaje con descuento para personal policial (también le afané la credencial al Valentino; Gracias, Policía Bonaerense… Tu sistema de obra social funciona y bien!) Allá armé la banda que hoy nos nuclea y da que hablar: Los Polizones; la quisimos llamar así un poco en honor al principal Gutiérrez, el que donara su dinero mal habido a nuestra causa sin quererlo, y otro poco por la palabra Sones que quiere decir sonidos, canciones, o algo así, qué se yo si soy glam, no profesor de lengua (la Z la relaciono con pizza, que es lo comemos cuando no hay guita gracias a la credencial PPBA de Marras (ese era el segundo apellido del cana). Y porque la primera vez quise escaparme de polizón y al final pagué como un boludo; y bueno. Yo soy glam, no inteligente. Llevo el pelo revuelto pero con spray; me calzo botas rojas de taco mal… Y por lo demás, nunca me falta un chal blanco y una chaquetita plateada bien ajustada… Tenemos ocho temas para tocar (siete son covers… qué va!), pero le ponemos toda la onda, y desfilamos al final! Si quieren contratarnos, pásense por Bahía Blanca y pregunten por mí: por Glam, de Glew. El de la campera plateada y las botas rubí con brillitos mal! Allí estaré (soy facil de reconocer). Bye bye…

14 de mayo de 2009

Ella No Era Una Diva

La elegí por eso: Ella no Era una diva ni se creía Dueña de la calle ni De los deseos de todas Las miradas ni nada… Tampoco Le daba para tanto, su Boca un poquito chueca (apenas uruguayada) y Los ojos que le saltaban No la hacia objeto De un deseo inmediato ni Irrefrenable, no. Y justamente Por eso yo, cansado de tanto Gato que desilusiona de Entrecasa, curtido en las Batallas más encarnizadas Por el dominio de la propiedad Sexual (tan socializada Últimamente), decidí Casi al verla que ella Sería la madre de mis hijos. No iban a ser estos Los niños más bellos sobre La tierra, desde ya; yo Tampoco soy un Adonis y Ella menos que menos encarna La femineidad, con esos dientes Que sobresalen como Sonrisa de perro rabioso cada Vez que esboza una mueca. Pero hay momentos y momentos En la vida de los hombres Donde ciertas decisiones vienen Siendo como peras que se Caen de maduras sobre Nuestro mismísimo rostro; y Eso fue justamente lo que Me vino a pasar. Así empezamos A hablar, en una reunión De amigos (ex amigos, diría Hoy); ella vino sin querer Y yo por casualidad, así que Veníamos a ser como la Pareja perfecta, ya que nadie De los otros nos daba ni media Bola. No quedó otra que Hablar, hablar, hablar… y Seguir hablando, cosa Que yo hacía forzado para Evitar que ella tomara la Palabra; y es que su voz destacaba Por lo ridícula y exultante: parecía Un doblaje de ella misma Cuando hablaba! Tenia Una vocecita más propia de Un dibujo animado que De una mujer rayana en los Treinta… Pero igual Todo se compensa Cuando se piensa en que Un día esa mujer Amamantará tus hijos. Y Eso era difícil de imaginar No porque uno no fuera Muy imaginativo ni Rechazara el tener hijos sino Porque debajo de esa blusa Apenas si se adivinaban Dos muy, muy leves Abultamientos, que más que Pechos parecían granitos Que le habían quedado de La adolescencia. Igualmente, Pensaba yo, no hay nada peor Que una teta caída, cosa Que evidentemente a mi Julieta no le ocurriría. Y la llamo Julieta porque del nombre Verdadero ni me querría Acordar ahora, ni ya por entonces, Dado lo extraño, complicado y Poco feliz de su elección (aunque deberíamos Hablar de “invención”), cosa Que me dio a pensar que Quizá sus padres no la Querían y fue como una Desagradable sorpresa su Venida a este mundo, si no No se explica semejante Humillación; pero de todos Modos, debo reconocer que El nombre le iba bien: representaba Fehacientemente la idea Estética de este ser que yo elegí Para ser mi partenaire en la Vida. Y bueno, llegó el día… Nos casamos! No fue Un evento de esos que uno Querría recordar por lo Fastuoso, ni siquiera por Lo bien que resultara todo o Por cómo la pasaron los generosos Invitados: De hecho, nos casamos en secreto. Me daba Un poco de vergüenza exponerla A las miradas y, sobre todo, a las Cámaras (siempre hay uno Que quiere la foto de los Novios… y yo no quería Andar pagando las cámaras Rotas tampoco)… Pero lo que nunca Imaginé es que sería Tan difícil conseguir un cura Que nos casara…! El Primero, católico, nos Puso como excusa que Se había olvidado las Ostias, y Salió corriendo de la parroquia Ni bien la vio entrando. El Segundo, un evangelista, llegó Con incienso y mirra, y una Gran cruz de madera, pretendiendo exorcizarla! El Tercero, un rabino judío, nos hablo como tres días de lo inconveniente Que era ante los ojos de Jehová Que se cruzaran las especies: es Que no la consideraba humana el Muy taura! Ya deshauciados Recurrimos a un amigo Pay Umbanda que se vino Con gallina y varias cosas. Todo Parecía correcto, esta vez nos Casaríamos (qué importa el credo Cuando el amor prima!, lo que no quiere decir que ella fuera MI prima) pero No sé cómo, el Pay Cacho Se hizo de la gran cruz De madera que trajera el evangelista Y de pronto, ante mi asombro, le Quiso clavar de punta la cruz a mi Julieta En medio del pecho, al grito de “Muere Vampiro, Muere”. Eso Fue el acabose… Decidí entonces Que esto del amor tiene sus Límites, y que si no tiene que ser, No tiene que ser nomás. Así que, En medio de la batahola (ya Había entrado mucha gente a casa Para entonces, llamada por la gritería Generalizada), tomé mi campera De jean, la que no dejo ni loco sola, y Gané la puerta de callé caminando Despacito, como queriendo Que alguien me gritara “ya fue, Sigamos con el casorio!”… pero Nadie entendía a este Romántico de la soledad que, Otra vez, se iba solo a buscar Una vida mejor, como Bill Bixbi cuando hacía de David Banner en Hulk y siempre Se terminaba yendo aunque Se hubiera levantado la Mejor mina del pueblo y ella Justo era dueña de un hotel Y había enviudado hacía Dos días quedándose con todo lo del marido, incluyendo las pilchas (que a David le venían bárbaro dada la costumbre de hacerlas hilachas)… Y con las ganas de tener Ese hijo que su difunto nunca Le había dado… Era bastante Boludo ese Banner, no? Y bueno Yo también tengo lo mío.

3 de mayo de 2009

La Balada del Repositor

Se conocieron en un fogón de verano, sobre las arenas calientes de una playa de río muy selecta: sólo para clase media baja “gasolera” (esos que gastan menos que nada para tener poco más que nada). Y es que así es la juventud!, se decían a sí mismos ambos, Julio y María Mercedes, a pesar de estar pisando los 30 uno, y los puchos encendidos el otro (en la playa tiran todo tipo de basura los bohemios, como les gusta hacerse llamar a los que no hacen nada más que fumar mucho y cantar mal y mucho). Julio era justamente uno de estos especímenes; eso deslumbró a Meche (o sea, a María Mercedes), quien le echó el ojo ni bien se animó a arrimarse a ese fogón playero, no sin antes entonarse con media damajuana de blanco, solita en la puerta de la carpa del camping donde paraba con sus dos amigas que para entonces ya se habían conseguido dos bañeros (ellas los llamaban “guardavidas”) con quienes practicar respiración boca a boca y otros menesteres de tipo paramédico. Ella (Meche, o Mercedes, como quieran llamarle), no le había caído del todo bien a Julio en ese primer acercamiento, un poco porque ella lucía (perdón, Mercedes) un tanto “cheta” a los ojos del guitarrero con ese vestido largo y los aros y el collar de oro y los tacos (que Para la playa son un tanto mucho), y otro poco porque la chica en cuestión no paraba de pedirle canciones que El Pocho (nombre artístico de Julio) no daba pie en interpretar. La relación prosperó gracias al profesionalismo del Pocho éste, quien haciendo caso nulo (por ahora)a los deseos de la niña, se despachaba con cualquier otra canción conocida y todo el mundo feliz de cantarla, incluso la Meche ésta, dado que ella sólo repetía algunos nombres de canciones conocidas al azar sin siquiera tenerlas oídas. Esa noche ella no sólo cayó a sus pies (vencida por el alcohol) sino que cayó enamorada del chico de la guitarra. El problema era que El Pocho (o sea Julio) no paraba de tocar. Del fogón se fueron para el Camping y de allí, siempre juntos, a la carpa. Y el tipo dele que dele… Un par de días después ya estaba en un bus que los llevaba a la ciudad de la que ella era oriunda y ahí, en el bus, empezaron las discusiones. Que por qué Tocar en el micro, si el viaje era para estar juntos, que me da vergüenza que hagas tanto barullo, no ves que son las 2 de la madrugada y vos tocando una chacarera… (manía bohemia, El Pocho de noche sólo tocaba Zambas si la audiencia no Reclamaba otra cosa, pero ella De música nada entendía y a todo folclor lo llamaba “chacarera“). Y es que el morocho (en realidad Se teñía porque su apellido Era Duchnowsky y era más Rubio que Valeria Maza, quien Creo también se tiñe), se dedicaba A eso: tocaba la guitarra por plata Y porque sí. Y lo hacía en cuanto Lugar pudiera: trenes, subtes, colectivos, estaciones, veredas, fogones… Ese era su metier, su medio de vida (medio porque no le alcanzaba para una vida entera con lo que le daban de onda). Eso fue muy duro para María Mercedes Berrogaray Bourdieu (Meche, que le dicen), quien no sé en qué habrá estado pensando antes, si era obvio que el pibe no era un burgués ni a gancho). Estuvo una semana y media en la cama sollozando (y comiendo!) su pena por haberse enamorado de un vago zaparrastroso que más que un vago era un tirado y que más que zaparrastroso era un simple perdedor que nunca le daría la vida que una Berrogaray Bourdieu se merecía y bla bla… (en esto de pensar así influyó un poquito el profundo y bien intencionado pensamiento de su madre, pero sólo un poco). En tanto, El Pocho salía todas las tardes (el concepto “mañana temprano“ Lo descubriría más adelante) a procurarse el mango con el que pagar los antidepresivos de la ahora su novia, mientras por la cama de la chica desfilaban las diosas de sus amigas quienes se acercaban con el último ejemplar de Cosmopolitan, canastas con productos naturales importados, sushi servido con camarero y todo (pedido por delivery), juguetes eróticos con forma de patito y chupete… En fin, Lo que hace toda amiga Como una para aliviar el Sufrimiento de una como Una. Pero nada podía sacar A Meche Berrogaray Bourdieu De esa cama y de su “depre” (el término “depresión” estaba Prohibidísimo entre las señoritas De su clase). Entonces, en Esos entonces es cuando un Hombre se hace hombre: El Pocho se dio cuenta que esto Sólo tenía una solución, y se Descolgó la guitarra del cuello (un poco le estaba doliendo ya), Se arremangó la camisola (los Bohemios no usan camisa sino “Camisolas”, que es lo mismo Pero con menos botones y Mangas menos largas), y Encaró para el supermercado De la vuelta, siempre consciente De aquellas palabras que Meche Le arrojara al rostro cierta vez: “No podías, al menos, trabajar En un supermercado? En los Trenes tenés que andar tocando?” Así, hecho hombre, por su amada Y nada más que por ella, pidió El puesto de repositor. Y en eso Estaba, reponiendo los garbanzos En el estante cuando lo vio La madre de la amiga de una Compañera de la hermana de Meche Berrogaray Bourdieu. A La hora ya los sabía la Sra Bourdieu (su futura suegra). Dos minutos después de la Hora lo sabría Meche. Ese Fue el fin. Porque que toque en trenes, En subtes, en calles llenas De extranjeros, es una grasada… Pero estar de repositor en El súper donde compran los Conocidos es re re re feo! Es un horror, gordo! Así, así de cruda fue la Explicación de ella del Por qué de su partida. Así De corto fue el e-mail que Mercedes le enviara. Lástima Que Julio Duchnowsky, el Morocho que era rubio, nunca revisaba su correo. Para qué… Eso es tan poco Bohemio…

10 de abril de 2009

Le dí mi vida a Mary

Le decían Mary (se Pronuncia Mery según Ella pero eso traía problemas De identidad a la hora De referirnos a la Señorita). La conocí Por casualidad cierta Vez que me comía un Panchito antes de Entrar al trabajo (me Gusta desayunar a las 9 Con algo calentito y Salado que no sea Demasiado sano). Como Siempre, yo estaba en Eso de apretar el pomo De mayonesa (le pongo Un poco de todo al Pancho para que rindan Más los dos mangos Que pago por él) cuando Ella tropezó sobre mí Y se llenó de aderezo, Pancho, pan, papitas y Todo lo que yo traía en mano, Justo a la altura de sus Generosos pechos. Toda su blusa acusó recibo De mi desayuno alternativo, Lo que me llevó, en un Gesto instintivo, a querer Limpiarle las partes, habida Cuenta que uno es un Caballero de los de antes (no en vano soy de los pocos Que comen pancho de Traje y zapatos). Ella Pareció por un instante como Congelada en el tiempo, Atónita por el hecho o Por mis manos sobre sus Pechos, no sé hoy por hoy. Pero al segundo nomás se Lanzó a llorar como una niña Que no era (pintaba como de Unos treinta y largos) y me Abrazó desconsolada como Si acaso la peor de las miserias La hubiera tocado en su más Profunda intimidad. Yo, que Como dije soy un caballero De la vieja guardia, a pesar De mis veinte años entonces, Me habría sentido halagado De poder contener en mis Brazos a esta niña algo Pasada de época que se Entregaba a mí buscando Esa protección que el mundo Frío y seco no le daba; lo Habría sentido así, de veraz, A no ser porque en ese acto De abrazarme como nadie Me había abrazado antes, me Estaba llenando traje y camisa Con ese menjunje que yo solía Armar sobre los panchos: un Poco de Ketchup, algo de Mostaza y mayonesa a discreción. Ese detalle no me Impidió, ni así, dejarme tocar Por sus lágrimas de cocodrilito Abandonado por su madre En Costanera Sur (siempre Tuve una visión un tanto Particular de las cosas, como Verán). Y así, atrapados en Medio del gentío, de hombres Al paso, unidos por un Pancho y su aderezo, comenzamos A vernos. No fue una Historia de amor, no sé; creo Que no. Pero amor no Habrá faltado, dado todo Lo que he debido soportar a partir De ese, nuestro encuentro. Ya Ese día no pude ir a trabajar; La acompañé a un bar donde No nos dejaron usar el baño Porque era reservado a los Clientes y nosotros, parece, No dábamos el target ya que Ni siquiera nos dejaron sentarnos Allí (ni hablar de consumir). Por Un lado mejor porque yo ni un Mango tenía, y a ella No iba a pedirle porque ya Deje bien sentado que soy Un caballero de los de Antes. Entonces buscamos Un lugar algo menos romántico Pero con agua en el baño (no es tan fácil, no se crean) Y encontramos un bodegón Que se ve que regenteaba Señoritas para otros menesteres Porque al fondo, donde los Baños, nos cruzamos con Algunas que saludaban Descaradas, los pechos Al aire bamboleantes y Sonrisa de “no pasa nada”, y Hasta alguna que otra risa Destemplada al vernos Así. Allí, en los baños de ese Barsucho de baja moral, Acurrucados entre piletines Y mingitorios, ella Me besó por primera vez. Mi machismo comenzó A flaquear, digámoslo. No Era esa mi idea de relación; Digo, que una mujer se Arroje a tus brazos y luego, Minutos después te entregue Su boca, Sus besos así; y Menos en el baño de Caballeros… Pero igual el hombre es Generoso… y sin juzgarla Inoportuna, le devolví el Gesto, y hasta ahí fue todo. En mi trabajo me pegaron Duro: no podía yo contar Esa historia, justamente por Proteger el honor de esa Dama. Pero qué, si no había Terminado de regañarme El jefe que entró ella, blonda Y sonriente como si Llegara para recibir un Premio. Llegó, me dio un beso Y salió como si nada, no sin Antes tropezar y llevarse Puesta la jarra de café Del escritorio de la secretaria Del jefe, afortunadamente Sin lamentar víctimas. No Voy a decir que todo el Mundo la miraba, pero al Menos toda la oficina sí. Yo Perdí el trabajo (ya verán Por qué) y no tuve más remedio Que mudarme con ella A la pensión que compartía Con otro tipo y una mina Que después me di cuenta Que era una de las que andaba En tetas en el cabarulo ese Disfrazado de bar. En Casa era como en la vida; Todo se lo ponía (y no hablo De ropa sino de las cosas Que uno suele tener Alrededor): Cama, mesa, Sillas, mate, bombilla, Ropero, espejo, taza de Café, linterna, paredes, Cortina de la entrada (no Tenía puerta la piecita), Inodoro, cocina… Nada Dejaba libre de su torpeza, Y había que estar cuidándola Noche y día; porque además Era sonámbula la Mary. O Al menos eso me decía cuando Salía de noche y volvía por La mañana. Y hasta parece Que robaba: a veces traía Más guita en una sola noche que la que yo Veía a fin de Mes!! Eso me preocupaba, pero Más me preocupaba saberla Capaz de matarse de tan Torpe que era; entonces Una noche la seguí. Es Cierto que un hombre bien Hombre no hace eso; pero el temor por un daño a La persona querida es Un motor que justifica todas Las audacias y derriba Las barreras más altas de Cualquier moral. Así, me Hice el dormido y una vez Que arrancó, yo salí tras ella. Lo primero que me extrañó Fue que agarrara un taxi Tan fácilmente, cosa poco Evidente en esa parte de Parque Patricios. Tuve que Correr bastante para seguirle El paso a ese turro que Iba a los mangos, pero No pude llegar más allá de Caseros… Dejé mi Redada para la noche siguiente. Esa vez me aseguré de que Un amigo me esperara. Pero El boludo se quedó dormido Y me dejo otra vez a gamba. Así estuve varias semanas, Repensando si lo hacía o no Lo hacía… De que me valdría Seguirla un día si al siguiente Volvería a salir. Decidí, ese Día, entregarle mi vida a Mary (o Mery, como más les Guste a ustedes). Le comenté lo que pasaba Al tipo con quien cohabitaba, un Morocho muy callado de Fácil beber que parecía estar Desocupado o tal vez Era un pensionado por Incapacidad. Me incliné Por esta segunda opción Toda vez que el tipo Fue incapaz de responderme. Su piadoso silencio (ahora Lo comprendo) no se condecía Con la intensidad de su mirada Al escuchar mi pregunta: “Adónde Irá Mery cada noche… loco no?”… Yo había agarrado El hábito de caminar solo Por las calles de Buenos Aires, Un poco por nostálgico que Siempre fui y también Obligado por el hecho de Que Mery (o Mary, que se yo) Dormía hasta entrada la tarde, Exhausta por ese sonambulismo Tan agotador (yo había estado Leyendo y asesorándome Con profesionales al respecto). Un mediodía en que paseaba Mirando discos de tango En las bateas de Av de Mayo, Dí sin querer con un ex Compañero de trabajo. Él Me vio, se sonrió y siguió De largo pero yo lo paré Con el solo propósito de saber Algo de los muchachos (uno Es un romántico!). Paramos En un quiosco por los puchos De rigor y entonces nos sentamos En unas banquetas que dan A una barra donde ni el Criquet Podés apoyar de tan angostas Que son. Y ahí, como un Deshago, vomité mi drama ante La mirada atónita de Lucho; no Porque mis palabras hubieren Tocado las fibras más íntimas De mi ex colega de trabajo Sino porque justo pasó Una rubia que rajaba la tierra Y el muy baboso se quedó Mirándola como un bobo Hasta que se la mina y su Minifalda se perdieran Allá detrás del edificio del Congreso, como a cinco Cuadras de donde estábamos Más o menos. Ese es El problema de hablar Seriamente acodados en La mini barra de un mini Mercado (al que, por obra Y gracias del marketing suelen Apodar “maxikiosco”). Sin Embargo y ante mi sorpresa, Y justo cuando nos dejábamos, En eso que me despido El bueno de Lucho me tira Una indirecta: “Yo que vos Vuelvo donde todo comenzó”. Y me guiña un ojo… Qué Me habrá querido decir este Hijo de las pampas (su madre Era oriunda de Santa Rosa, pero No se llamaba Rosa a pesar De lo que muchos creían), me Demandaba a mí mismo sin Dar con una idea acabada De lo que podrían significar Esas palabras, que sin embargo Retumbaban en mi cabeza. Un par de noches más tarde Lo averiguaría. Yéndose Mary de sonámbula de “rotation”, me levanté como un Tiro y salí a por mi un carro De un conocido de la zona, Cartonero que con gusto Me alcanzó hasta el centro donde Él solía levantar unos cartones. El caballo ya no daba, lengua Afuera y rebuznándonos (nunca Pude diferenciar un buen burro De un mal caballo) de lo Apurado que lo llevaba el Petiso Carolo, a quien prometí Unos mangos extras por La gentileza. Él me iba contando Sus hazañas y me indicaba En cada esquina que pasábamos Alguna anécdota que allí Había tenido lugar. Pero yo, La verdad que sólo podía pensar En las palabras de mi cumpa Y en las ganas de comerme Un panchito en lo de Carlitos, Que era el lugar donde todo Había empezado, Y ahí me dí Cuenta que quizás esa era La idea que me andaba Dando vueltas desde aquellas Palabras del tipo allá En el maxikiosco de Congreso… “Llevame hasta Libertad y Corrientes“, le dije al petiso. Y Hacía allá fuimos. Entré, Me pedí un pancho como siempre. No sé si me miraban Porque venía de bajar de un Carro o si acaso era porque Ya no vestía de saco… No sé Si me miraban, de hecho; sólo Me importaba comerme ese Pancho, lleno de aderezo Y ver si por esas cosas Del destino ese movimiento De potes escupiendo y El gesto de hacer crujir las Papitas al morderlo me Despertarían al la verdad De lo que estaba ocurriendo. Y no… No pasaba un carajo. Pero no sé por qué, salí De allí y enfilé derecho al Bar ese donde nos besamos, Quizás comprendiendo Que los inicios son largos Y que aquél también era Parte de nuestro comienzo. El petiso me acercó, cuando No, quizás para asegurarse Esos pesos prometidos. Bajé del carro casi media Cuadra antes; el cordón Policial no nos permitía Acercarnos. Bajé, y de un salto Crucé entre agentes y Como sabiendo de algo, Miré hacia la puerta de Ese antro y la ví a mi Mi Mary; la estaban sacando Casi de los pelos y detrás Las otras, las que habíamos Cruzado aquella vez que Nos besáramos, siempre En tetas (esta vez no era La excepción). El petiso, Apeado ya, no hacía otra Cosa que repetir, atónito: “Viste esa… viste esa otra”… Un frio puñal me recorrió La espina hasta clavarse En mi parte más íntima, Pero del lado del mango. Y es que Le había dado mi vida a una Sin saber lo que realmente Era esa que se decía “Mery” A secas. Al final de la fila De los detenidos, surgió De entre las sombras la Figura inconfundible de mi Ex jefe; él también era Habitué de ese bulín. Y Digo también porque el Que venía detrás era el Lucho ese que me supiera Escuchar una vez… “Mary…“ Alcancé a gritar en un grito Ronco y seco, casi desvanecido. “Mery se dice”, alcanzó A gritarme desde le metálica Caja del camión celular. Esa Fue la primera y la última Vez que escuché su voz… Me acerqué, después… llegué hasta al lado, y sin mirarlo le dije con sórdido tono Al policía que quedó de Consigna en la puerta: “Esa, esa se lleva mi vida” Y él, al verla tropezar contra La puerta del celular cuando La subían, me dijo: “No se dio cuenta, acaso, Lo que es ella?”… Ese día supe que Mary era Miope. Pero hoy sé Que no hay más miope Que el que no sabe ver. Porque Las lentes, las putas lentes Con las que un hombre ve A una mujer vienen falladas; Falladas de fábrica. (“No me debés nada“, me dijo El petiso carrero… “Hacía Mucho que no veía Tantas tetas como esta Noche… Gracias!…” Y Se fue en su carro a por Una carga. Una más Para seguir tirando).