Carlitos era una chico simple
que había encarado una carrera
universitaria después de lidiar
con ese secundario que no
quería rendirse pero que él,
de tanto rendir materias, terminó
por vencer (o casi) por cansancio.
La cosa es que por más pública
que sea la universidad, costos
son costos… y que viaje, apuntes,
cafecito, materiales… Hubo que
buscarse un laburito, sin más.
Algo de medio tiempo, como
para poder estudiar (y vivir!)
dado que el objetivo era ser
“arquitecto” y ya hacía como
dos años y medio que no pasaba
del CBC (ciclo básico que,
normalmente, no debería tomar
más de una año). Un buen (o mal)
día vio un aviso y se mandó:
“Estudiante universitario se busca
para tareas administrativas bla bla
bla…”. Los requisitos eran mínimos,
y sus diecinueve (casi veinte)
abriles lo calificaban para casi
todo: Esa es la edad que todo
explotador pretende de un explotado
(cuando se tiene poca experiencia
es más facil que se se diga a
todo que sí). Y ahí fue Carlitos
con su CV casi vacío, pero con
todas las ganas de ser parte
del staff de Granger, Bolocks &
Hankerchiefs Inc, una empresa
de puta madre que se dedicaba
a venderle pañuelos descartables
a todas las otras empresas de
puta madre que los pagaban
fortuna con tal de no permitir
que una pequeña empresita local
se llevara el dinero que, claro,
debe siempre quedar en manos
de unos pocos “amigos” gordos.
Y lo tomaron a Carlitos. Puesto:
Cadete Raso; Sueldo: Básico +
viáticos + tickets + promesas…
Básico bah… Pero en blanco y
con aportes. La familia, chocha!
(él venía de una familia clase
media baja con ansias capitalistas).
El problema comienza cuando
llegan los del banco. Hasta entonces
Carlitos sabía para qué estaba
ahí, en La Empresa, dejándose
explotar. Era un pacto de
caballeros: Él decía a todo
que sí durante seis horas por
día, cinco veces a la semana, y
ellos le depositaban el sueldo que
le salvaba las papas para seguir
intentando ser algún día un
arquitecto y no ya un explotado.
Pero eso iba a llevar tiempo. La
manzana de la tentación llegó de
la mano de la palabra “banco”. Y
es que, justamente, el sueldo se
depositaba en una cuenta, la que
era abierta al empleado “sin cargo”
por obligaciones legales de la
empresa; pero esta “cuenta” venía
con algunos “beneficios” extra: Una
tarjeta de débito (para poder extraer
su dinero del banco, como es
obvio aunque nuevo para Carlitos),
y una “tarjeta de crédito”. Claro que
Carlitos dijo sí a todo. Qué más podía
hacer ante la palabra “gratis” o la frase
“sin costo adicional”. Ahí empezó
la debacle.
Al principio Carlitos no daba crédito
a todas esas promesas de una vida
plástica y mejor, por eso o por
falta de costumbre ni se acordaba
de que contaba con un recurso
maravilloso para gastar y gastar.
Así vivió una par de meses hasta
que su hermana le hizo
la nefasta pregunta: “Vos tenés
tarjeta de crédito, no?” Ese momento
cambiaría para siempre la vida de
Carlitos, la de su familia, la mía,
la de ustedes y diría que todo el
mismísimo universo (si adscribimos
a la teoría de que todo pequeño
cambio particular afecta al todo
en general, una teoría muy pelotuda
pero mágicamente en boga hoy
por hoy). Porque Carlitos preguntó
para qué, y la respuesta le abrió
un abanico satánico de posibilidades
que trastornarían su devenir. “Para
financiar en cuotas un celu nuevo”
fue la desgraciada respuesta de la
desgraciada de su hermana, herramienta
del Diablo para llevarse las almas
más puras para el lado corrupto
del capitalismo, de donde, como
si el Infierno, jamás se vuelve.
Ahí, en ese lapso de fraternal
traición involuntaria, de ambición
telefónica, se gestó el fin del
sueño de Carlitos y el comienzo
de la pesadilla de un hombre que
dejaba de ser un chico para,
por supuesto, sufrir (como todo
aquel que deja de ser un chico
para convertirse en un boludo
responsable). Carlitos se dio
cuenta que podía acceder a
tantas cosas como el plástico
se lo permitiera; era cuestión de
saber financiar, prorratear, liquidar,
etc… Así comenzó a acumular
gastos. Primero fue ese simple
celular (por dos había descuento
así que se compró uno para él
también, típico truco consumista
en el que todos hemos caído
alguna vez; pero cada uno
venía con una línea a cien mangos
por mes y bla bla bla). Después fue
un LCD para la compu (tanto TP,
tanto TP para la facu que la
compu se merecía un monitor
mejor, no?). Luego, el gran salto:
Una motito para ir al laburo, a
la facu y a todos lados. Un
gran ahorro en monedas (imposibles
de conseguir, alguien haga algo
al respecto, por favor!) al ya
no tener que pagar colectivos ni
esperar que alguno se digne
a pasar cuando se hacen las 12.
Más tarde, el abono para el cable,
internet banda ancha, boletos para
un fin de semana en Chascomús,
una plancha para mamá en su día
(un hijo de puta el Carlitos, podría
haberle regalado algo más lindo
y menos trabajable). Y más adelante,
unas salidas a comer mensuales,
el telo (salía con una del trabajo y
otra de la facu, dos pescados de
mar perdidos en el río que no daban
para andar mostrando… pero él
pagaba todo). Y llegó el
cochecito! (también financiado en
cuotas). Para esto Carlitos ya
tenía tres trabajos: Con una sola
tarjeta no iba a alcanzarle para
pagar todo lo que se quería comprar.
La facu, nada. Cómo estudiar con
tanto laburo! La fue dejando como
a cada uno de los pescados que
se le iban cruzando hasta que, al tiempo,
se cruzó con María Sara (una chica
buena y no tan fea que lo amaba) y con
ella formaron una familia. Todo
pagado a puro plasticazo: Desde el
ramo con el que le pidió su mano
hasta el remis que los llevó al
hospital cuando el primer parto. Sin
olvidar el taxi hasta el Registro Civil
(no se casaron por iglesia porque ahí
se paga cash… qué, no sabían
que en las iglesias siempre
cobran para casar?). Hoy, Carlitos es
el típico Hombre-Plástico: Vive por
y para las tarjetas. Nunca llega a
cubrirlas y se desvive por llegar al día
de vencimiento lo menos mal parado
posible. Las tiene de todos colores
y no hay un día que no lo llamen o no
le llegue algún resumen de las que
usa, de las que usó o de las que usará.
Es así: El capitalismo sabe cómo
hacer de un cadete un hombre
exitoso. En ese sentido, todo esta pago.
Y si no, se financia… Qué problema
hay si tenemos plástico?
12 de noviembre de 2009
20 de octubre de 2009
Dany Drogón
Empezó como empiezan todos:
Probando… Una de ésta, otra
de aquella… Y así
se fue haciendo costumbre,
como todo en la vida, te
toma por asalto y en un
par de ratos nomás te
convertís en fanático
de quién sabe que porquería.
Hay adictos al trabajo, a
la música de iglesia, adictos
al chucrut o al cine escandinavo,
al tute y a la payana. Hay
adictos a lo que haya…. Pero
el bueno de Dany era
adicto a todo. De chiquito,
lo podían los caramelos,
sobre todo los envueltos (sin
excluir a los otros). De más
grande incursionó
en los helados de agua y
por entonces no paraba
de mancharse la lengua
de todos los colores con
esos palitos berretas que
de tan adicto se afanaba
del kiosco de la escuela
donde nunca terminó la
secundaria dado que la
deuda era tan grande en
ese ingrato kiosco que
debió trabajar 6 años parar
pagar lo que ingería; igual
seguía y seguía, y del helado
pasó al alfajor de leche, ese
que tiene azuquita arriba.
Al fin, si haber pagado
más que parte ínfima de la
deuda, el kiosquero
se cansó y de una pateadura
lo mandó a la calle donde
cambió alfajor por raviol,
y azuquita por cocaína. Y
cómo no iba a hacerlo si
lo importante era encontrar
a qué hacerse adicto. Así
que como plata no había,
cuando ya no le regalaron
la golosina tuvo que salir
a procurarla. No era
Dany el Drogón hombre
de armas llevar, no
porque le faltara arma sino porque
de hombre no tenía nada. Y en eso
andaba una tarde oscura que entró
a la sacristía de una iglesia a
por la limosna. Dada
la falta de canasta, de moneda y
de todo, se entusiasmó con
la imagen de una botellita clara,
transparente como el alcohol
puro; y ya que estaba, por
qué no darse un toquecito
ae alconafta como
para seguir rumbeando a por
alguna otra puerta sin
llave que, generosa, se
dejara abrir sin mucho bregar.
Fue entonces que, espontáneo,
sin mucho Pensar (como era
su estilo), empinó
la botellita hasta llenar
la jeringa que llevaba y
metérsela en la vena mayor
del antebrazo…
Y ahhhhuhhhhh! Ahí hubo
como un cambio, una
suerte de maremoto interior,
una ceremonia interna de
iniciación en algo que (otra
vez) habría de cambiarle
la vida. Estaba, era invadido
por una nueva experiencia
Religiosa: Y es que
no era alcohol lo que
contenía esa botellita, sino
Agua Bendita… Bendita
Agua que licuó
esa sangre intoxicada y
de un golpe, como una Maza
Sagrada, derrumbó
a ese monstruo que moraba
en las entrañas revueltas
(como todas!) del muchachón, ese
que le reclamaba más
y más… Ahora, la Santidad
lo colmaba, lo invadía…
lo drogaba! Si acaso
la religión no es el Opio
de los pueblos? En el
caso de Dany Drogón, ahora
conocido como Pastor Dany,
la revelación
llegó como influjo medicinal,
como inyección de fé (nunca
mejor utilizada la idea). Y
hay que verlo, de blanco,
Entre las viejas del pueblo
y sus hijas (alguna
Ya le ha echado el ojo),
pregonando la sanación
de las almas y, por qué
no de lo cuerpos, a través de una
simple infiltración
de Agua Bendita, $50 la
dosis a domicilio, gentileza
de la Parroquia Local…
La Iglesia, moderna, adaptada,
no se iba a quedar sin su
porción de santidad, verdad.
Eso sí, a Dany no se la
cobraban. Cuestión de
humana piedad, si se quiere.
2 de octubre de 2009
Las Cosas Tan En Serio
Mi problema siempre fue
que me he tomado las cosas
muy en serio. Tan en serio
que hasta los chistes
los he tenido que evaluar antes
de saber si reírme o no. Y
Es que vengo de una familia
muy hippie, con un padre que
se la pasaba diciendo “Qué
onda, no?” todo el tiempo y
entonces aprendí que si todo
te chupa un soberano huevo,
al fin terminás teniendo la vida
de una tortilla, viste. Y
yo siempre quise para mi
vida otra cosa: nada de
flores, cero naturaleza,
poca droga y mucho, pero
mucho trabajo. Es decir,
que a mis viejos les
salí fallado, lo que por mi
parte era todo un éxito. Pero
eso mismo que me salvó de
ellos y su flower power se
convirtió un día en un
peso que me aplastaba; y
es que me di cuenta que
me quedaba afuera de un
montón de cosas. No
es que me faltaran cosas
interesantes que hacer, pero
eran siempre las cosas del
trabajo; también tenía
un montón de amigotes, pero
caí en la cuenta que eran
todos compañeros de trabajo y
que de lo único que les
hablaba yo era del trabajo y eso…
las salidas nunca faltaron, eso sí;
pero cuando íbamos al bowling
yo siempre era el que
contaba los puntos, juntaba
los pinos, secaba las bolas…
Y así cuando salíamos de bar:
Yo terminaba juntado las
copas caídas, alcanzándoles
las jarras de cerveza hasta la
barra, y si se hacía tarde, hasta
he llegado a barrer una cantina
de la Boca después de una
Despedida de Solteros. En fin,
un día una novia que tenía
me dijo que me aflojara un
poco porque yo (según ella)
siempre estaba como muy
contracturado… Me lo dijo y,
con una amplia sonrisa,
se subió al auto de un amigo
para nunca más verlos a
ninguno de los dos. Y bueno,
si así es la vida de un trabajador,
me dije como resignado.
Pero un buen día todo
cambió radicalmente: Me
encontré en la calle con
un amigo Radical que
ahora trabajaba para el gobierno
en un programa llamado
PREPUCIO, que viene a ser
el Programa Educativo Para
Urgencias Con Individuos
Ortivas… Me dijo que
ellos estaban buscando
alguien como yo para
justificar los gastos que
se morfaba ese programa.
Mucho no le entendí, pero sí
me quedó claro que me
estaba ofreciendo una salida
a mi frustración. Y entonces
acepté sin pensar; era la
primera vez que me
abismaba a hacer algo, a
encarar un cambio sin
reflexionarlo. Entregué, me
entregué, a los brazos de
mi amigo radical arrepentido
como si yo mismo reconociera
en su arrepentimiento
el mío, este de ser
lo que era (al menos
eso me dijo mi psicólogo y
yo, que querés que te diga…).
Así fue que me acerqué
hasta las dependencias del
PREPUCIO, donde me
realizaron un chequeo y
me diagnosticaron Neurosis
Ortiva en grado 8; parece
que el mío era un caso para
tratar.. Y tratar… y tratar. Y
ellos trataron nomás! Lo
primero que tuve que aceptar
fue la medicación: Un
par de porros por día que
me iban a relajar y eso me
ayudaría a dejar atrás esa
obsesión por controlar que
me terminaba poniendo
en cuatro para limpiar, juntar
las cosas caídas, lavar
la vajilla en los restaurantes
a donde iba… En fin, una
terapia no es completa si
no se la encara con seriedad.
Así que empecé a fumar
De esa porquería y, la verdad,
la cosa empezó a funcionar.
Después vino el Segundo
Paso: me cambiaron los
hábitos: empecé
a vender flores de papel
en la estación Guaymallén
del tren que va para el norte
todos los sábados y
domingos; eso, según mi
Tutor del programa, me
daría una nueva dimensión
de lo que puede ser la
vida. Me hacían
chamullar como loco porque
las florcitas esas eran
tan poca cosa que
era imposible venderlas, si
ni se veían de tan chicas las
porquerías. Y entonces
me fui animando, salí
de ese pozo en que me
enterraba solo para encarar
esa parte de mí que estaba
latente, dormida, drogada
por tanta responsabilidad, que
no es otra cosa que
una manera muy escondida
de zafar de la felicidad. Y
de tanto ser feliz vendiendo
flores de papel, me pasaron
a la Tercera Etapa: Dejé
todo, Buenos Aires misma,´
para mudarme a San Marcos,
pueblo de amigos descontracturados,
aldea de seres irresponsables
que gozan la vida sin más…
Y donde mis florcitas (las que
dan los del PREPUCIO) se
venden como pan caliente,
sobre todo cuando vienen
los turistas que, como hormigas
ciegas compran cualquier porquería
sin preguntar para qué sirve, quién
la hizo ni cuánto cuesta.
Al final, tanto odio a mis
padres me estaba haciendo mal:
ahora soy hippie como ellos, pero
peor, porque soy un hippie
mantenido por el sistema que
ellos aborrecían!
Y qué querés que te diga…
Yo me siento de diez, loco;
acá en la feria, con mis colegas…
Que onda no?, diría
mi viejo. “A la flor, florcitaaa…”
15 de septiembre de 2009
La Empanada Asesina
El caso había llegado a
la opinión pública
hambrienta de escándalo a
través de la TV: Un
voraz delincuente venía
cocinando un número nada
despreciable de crímenes que
apetecían a más de un medio
local y hasta nacional: Robos,
atropellos, violaciones (de cajas
de seguridad y de alguna
vieja desprevenida con
seguridad), atentados a la
autoridad y resistencia a la
servilidad lo definían como todo
un adorable desquiciado; la
clase de lacra que toda
persona de bien de una
sociedad como ésta desea
ser. Lo que más
desalentaba a los especialistas
en seguridad era que
lo único seguro en este caso
era que seguro no lo atraparían.
Ya llevaba varios meses
la búsqueda del malviviente y
ésta siempre era Infructuosa.
Porque Infructuosa Rivera, la
Responsable de Prensa de
la Policía siempre aparecía
repitiendo la misma triste
historia: “Estamos
cada vez más cerca de
esclarecer el caso…” Una
patraña tan despreciable
como los crímenes de este
personaje que la prensa diera
en llamar “El Asesino del
Espejo”, una exageración,
el típico error mediático que
no sirve como antecedente
criminal pero siempre
sirve para vender más. Porque
si algo había de lo que este tipo
fuera incapaz era de matar…
Sin embargo la suerte (la mala)
lo llevó a estar
en el mal lugar en un mal
momento: Cierta vez que entró
a afanar a un viejito bastante bacán
que coleccionaba pinturas caras,
se encontró con que al viejo
se le había caído un
gran espejo encima, degollándolo
en el acto; y es que el viejo
de chicato que era, se
ponía frente al espejo creyendo
estar apreciando su
autorretrato. Y un día que pasó
un camión un tanto
apurado por Avenida Madero el
espejo se desprendió de
la pared por la vibración, cayendo
sobre el anciano como
todo un símbolo de
la pelotudez. Y es que el hombre
tenía dinero como para
ir a un oculista, operarse y
hasta comprarse las mejores
gafas del mercado, pero
no tenía familia
ni visión como para ver en
su agenda el número
del profesional en cuestión. Y así
fue que cayó
una buena noche nuestro
asesino casual (digo
“Cayó” porque entró por el
Balcón, desprendiéndose como
Hombre-Gato) y se encontró
con ese cuadro: No el que quería
afanarse sino con el cuadro
del tipo tirado, un charco de sangre
y el espejo destrozado con
su marco enorme cuan collar
de dinosaurio alrededor del
cuello delgadísimo del anciano.
“Pucha…” dijo nuestro antihéroe,
con lo que me gustaba ese
espejo, “…y bué.. Tendré que
llevarme este Degas, el Tintoretto…
Y también este Berni”, reflexionó
desilusionado pero tranquilo,
seguro de que lo importante
no era tanto el valor de los
objetos sino su tamaño. Después
de todo, ese espejo era demasiado
para andar bajándose por una soga.
Aquél fue su último atraco
vestido de civil y haciendo de
Hombre-Gato, pero sería el que
lo marcara para siempre y
eso que después vendría
lo mejor: Descubriría
la manera más simple y
perspicaz de entrar en las casas,
en los corazones de la
gente y así adueñarse de sus
valores sin casi ser detectado
de tan evidente que era
su aspecto así, disfrazado
de Empanada callejera. Y
es que para él era una
revancha: Había sido,
alguna vez, una de esas
empanadas que, disfrazado,
repartía volantines y danzaba
bajo el radiante sol de Enero
en la peatonal de Mar del
Plata… Ese año se había jurado
que un día se vengaría de
la humanidad y de su jefe…
Y de todo aquél que amara
La empanada! Y ahora
había encontrado la manera
más perfecta de realizar su
Venganza: Todo amante de
esa alimaña de comida
de reunión barata en la que
siempre los gustos se
entremezclan y terminás
comiéndote la que pidiera
el otro, todo el que
alguna vez llamara tarde para
zafar la cena, esos
le abrirían la puerta
gustosos de recibir en sus
casas a ese representante
de la gula criolla,
de ese pecado de la
gastronomía. Y así, una vez
despojados, ellos odiarán
las empanadas… Y además
dentro del traje cabía
más de lo que un gran bolso
permitiría. Y quién en su sano
juicio revisaría a una empanada
que va por la calle como si
nada? Así era que sorteaba
los más estrechos cercos
que le imponían las fuerzas
de la ley, que no por
representar la ley eran, al fin,
tan fuertes: Sucumbían,
todos, al perfume atroz
de una empanada frita. Y
es que el falso asesino se
prodigaba en impregnar sus
ropas de empanada con
las salpicaduras de fritura que
actuaban a modo de
hipnótica influencia a la hora
de apersonarse ante
quien fuere. Así seducía a
víctimas y custodios, a gordos
y muertos de hambre por
igual. Pero, pero… siempre
hay un Judas Vegetariano, un
alguien que, fuera del mundo
puede abstraerse de las
seducciones banales y pensar
sin que los sentidos se relaman
ante una empanada humana.
Y así fue que después de un
trabajito en el Banco Provincia,
Sucursal Berazategui, una dama
de la División Perros (por no
decir una perra que queda
bastante feo) que cuidaba de la cuadra
de la mano de su amo policía
sospechó que esa empanada
que salía caminando de ese
banco olía más a billete de cien
que a fritura en aceite viejo y
de una mordida (vaya paradoja
de la vida) dio cuenta
del malviviente.
Las crónicas del día siguiente
no coincidían en determinar
si el éxito acaso fue por el excelente
entrenamiento de la sabueso,
o si quizás la perra simplemente
se quiso manducar una empanada
al mejor estilo vigilante argentino.
15 de agosto de 2009
Efecto Dominó
La química de la vida suele darnos
sorpresas explosivas. Nunca sabremos
muy bien cuáles son los elementos que
pueden detonar la más inesperada de las
circunstancias. A veces basta con
estar ahí en el momento indicado. Incluso
la combinación de un idiota con una
gran injusticia alrededor puede dar
como resultado una revolución.
En este caso, un simple tablero de damas
fue el campo de entrenamiento, y un club
de jubilados el escenario.
Y bastó quizás con que uno de los jugadores
se llamara Ernesto y el otro Fidel para
que, desde algún oscuro rincón del
misterio, se engendrara una idea tan
peregrina como la que el tercero en
discordia va a tener en unos segundos.
“Ahí ta… Saben lo que nos está faltando
muchachada…?”, dijo Napoleón desde
su silla de ruedas.
“Yerba, otra vez?”, se lamentó Ernesto.
“No, nooo… Yerba tampoco hay, pero no
importará mucho cuando le diga lo que
tengo en mente ahora que los veo batallar
en este Campo de Marte cuadriculado (el
de la silla de ruedas era fanático de su
homónimo francés, por lo que todo
lo relacionaba con la bélica vida
de aquél)… Les digo que lo que nos está
faltando es una buena revolución, chicos!”
Los otros dos siguieron jugando pero no
dejaron pasar la bravuconada del amigo
espectador.
“Bonaparte… a vos deberían llamarte
Napoleón Mandaparte!”, lo desacreditó
Fidel mientras se comía tres fichas del
bueno de Ernesto, quien no era un avezado
jugador de damas pero que de revoluciones
sabía un poquito dado que había participado
en la de los Azules y Colorados cuando
estaba en la colimba, y desde entonces,
por esas cosas de la vida, le tocaba ser
parte en toda revuelta que anduviera dando
vueltas por allí.
“Yo me acuerdo que durante la rebelión
Carapintada le volé la boina a un tanquista
rebelde desde el balcón del piso 11 donde
vivía mi hija con el Mauser que me llevé
cuando deserté de la colimba”, aclaró
Ernesto dándole aire y vida a la no muy
bien recibida idea de Don Napoleón.
“Y qué hacemos si ganamos…”, se anticipó
Fidel, como asegurándose un final favorable
en esta historia.
“Cualquier cosa… Un mundo mejor
por ejemplo… Qué se yo!” dijo
entusiasta Ernesto antes que Napoleón
desenvainara su bic y comenzara a
apuntar las primera entradas del Libro
de la Revolución.
“Sí… peor que lo que hacen estos que
están ahora, imposible…”, agregó el
escribiente, en una notable descripción
no sólo del gobierno de turno sino de
todos los turnos y gobiernos que habían
pasado por la tierra que albergaba al
Club de Jubilados La Bocha Corta, de
Escobar.
“Fijate que hasta Perón le está errando
feo”, acotó Fidel, algo extraviado.
“Qué Perón ni perodonte! Ese ya se fue
hace rato…”, aclaro los tantos Fidel,
para tranquilidad de la masa obrera. “Ahora
está el General Onganía che…”, agregó
como para dejar en claro que la actualidad
no era su fuerte.
“Ese moralista hijo de su buena madre…
Ya va a ver cuando engrase mi Mauser”,
se envalentonó Ernesto mientras trataba
de acordarse a dónde había ido a parar
el fusil ese después de la mudanza de su
hija.
“Che, mejor nos organizamos eh…”,
propuso Napoleón, que no era el escribiente
por casualidad. “…Establezcamos el
Plan de Acción, así lo anoto“.
“Claro!”, dijo seguro Fidel… “Punto 1:
Tomar la Casa Rosada…”, como para no
dejar dudas de que la cosa se resumía al
todo.
“Epa epa… vamos rápido…”, se ofuscó
un poco el de la silla de ruedas, como
intentando dar cauce a un plan mejor
pergeñado. “…Primero hay que llegar
hasta allá… yo monedas, no tengo”,
sentenció en un rapto de autocrítico realismo.
“Iremos caminando”, sentenció Ernesto
poniéndose y levantando al cielo el botellón
de suero que solían darle por las mañanas
en forma endovenosa. “…Dónde se ha visto
un grupo de revolucionarios llegando en
colectivo… Y si las cámaras no enfocan
bajando por la puerta de atrás?… Un
bochorno!”, cerró convincente y contundente
a viva voz, antes de tener un acceso de
tos que le duraría como diez minutos.
“Sí, además yo tengo que esperar
que venga el 60 que tienen rampa
para discapacitados, que no pasa
nunca el desgraciado…”, se quejó
Napoleón, exacerbando ese sentimiento
de desigualdad que envalentona a todo
revolucionario a ir hasta el fondo de
las reformas.
“Callate maricón, que nunca pagás
boleto vos con esa silla rumbosa que
empujamos siempre nosotros…”, se
despachó Fidel, como sacándose una
espina clavada en la campanilla del
alma hacía siglos.
“Te voy a dar maricón a vos hijunagran…”
lanzó ofuscado, tocado en su más
profundo ser el ofendido; y empuñando
la bic cuan daga se avalanzó sobre
el insultante camarada sin demasiado
éxito dada su escasa movilidad, pero
con el suficiente rango de acción como
para tirar al carajo el tablero de damas
con todo y mesa.
Pasada la afrenta y juntadas las fichas
del suelo (tarea que a los revolucionarios
les llevó hora y media dada sus avanzadas
edades y las consabidas complicaciones
visuales y lumbares), se calmaron los
ánimos y se fueron a dormir: La mañana
siguiente sería clave en el destino de
toda una nación… y quizás de la humanidad
entera.
A eso de las cinco de la madrugada Ernesto
entró en la habitación de Napoleón, y juntos
fueron por Fidel, que era el único que
dormía con una viejita ocasionalmente. La
vieja roncaba tan fuerte que casi no podían
despertar al camarada, lo que los obligó a
gritar (y no es que, por lo usual, hablaran
en voz baja, eh… todos padecía cierta dulce
sordera). En eso estaban cuando se despertaron
otros viejos del geriátrico donde vivía Fidel,
y casi todos concluían en que acompañarían
a los revolucionarios en su periplo
triunfal hasta la Casa de Gobierno.
A las cinco treinta ya estaban en la ruta,
soportando la ignominia de los bocinazos
de camioneros frustrados por tanta explotación
de un sistema que no respeta a las personas
como ellos. Así se iban dando manija,
kilómetro a kilómetro (en realidad debería
decir metro a metro, dada la lentitud de
la marcha). Pero como nada es casual en la
vida, esa lentitud fue la mejor de las
circunstancias para que esa revolución
triunfe: la caravana de nueve viejitos locos
que empezó en el geriátrico de Fidel ya
se había convertido en una columna de
setenta personas que, conmovidas o simplemente
solidarias con ellos los seguían en su
andar hacia la Capital. A los sensibles
agreguémosle los resentidos; a estos,
los decepcionados… A los decepcionados
y resentidos, los vengativos; y a todos estos,
los familiares.
Porque hijos y nietos, obviamente, a medida
que se iban enterando por los medios se
acercaban a sus padres-abuelos dado que,
simplemente, no entendían de qué se trataba
todo esto y temían algo malo. Qué ilusos!
Malo es un eufemismo al lado de lo que
tramaban estos hombres de temer.
Para cuando cruzaron la General Paz (siete
días después), más de dos mil personas
completaban las dos cuadras y media de
extensión de la columna que entraba en
Capital para derrocar al gobierno y
tomar el poder.
Fue una larga jornada de orgullo y
patriotismo la que los llevó hasta
la Plaza de Mayo (los viejitos se tomaron
el subte en la estación Congreso de Tucumán,
por recomendación del Doctor Zin y de
Cormillot, quien no paraba de dar notas
al respecto en todos los canales -NdelR).
Pero en el andar de esa gloriosa marcha
se fueron sumando más y más adeptos,
llegando a los setenta mil al momento de
dar el grito que habían venido a proclamar:
“Rendite Lanusse, en nombre de la Revolución…
Estás Rodeado”, gritó Napoleón desde su
silla encabezando la columna Sur.
“Tu hora a llegado, Lombardi… El pueblo
está con nosotros”, fue el grito casi
simultáneo de Ernesto, al frente de la
columna Norte. “Videla, Massera y Agosti…
Se les terminó la farra… Entréguense vivos
o muertos, pero entréguense”, anunció de
frente a la puerta principal de La Rosada
el mismísimo Fidel, jefe de la columna Oeste.
Claro, era viernes y en Casa de Gobierno
sólo quedaban algunos empleados de poca
monta, quienes alcanzaron a huir por los
túneles subterráneos hacia la línea B
y arreglate vos…
La gente no esperó a que los generales de
la revolución entraran triunfales;
arremetieron contra las rejas (que de muy
buena calidad no son, hay que decirlo),
derribaron la puerta y saquearon la Casa
Rosada dejando nada más que la desolación
de la tierra arrasada que toda
revolución necesita para reconstruir su ser
nacional y popular. Hubo quien cagó en el
Sillón de Rivadavia, como ejemplo de lo
que el pueblo (o el culo del pueblo)
siente por aquellos próceres de
libro con cuyas historias fueron
torturándose a generaciones y generaciones
de argentinitos que no alcanzaban a
aprobar historia, coartándoles así
su derecho a una vida mejor y
condenándolos a trabajar como kioskeros,
albañiles, ferreteros, peteros,
plomeros, colectiveros, basureros,
y demás Eros (lo que no incluye a
Ramazzoti quien la ha juntado en pala
gracias a la sordera popular y,
además, no es argentino).
Afuera, en la Plaza del Pueblo, los
móviles de la televisión y de la radio
no paraban de entrevistar a los tres
prohombres del caos nacional, aun
incrédulos de lo que estaba pasando.
“Señor Bonnette, señor Bonnette…
está toda su familia apoyándolo aquí,
vemos…”, le decía un viejo lobo de la
radio argentina a Napoleón, quien se
encontraba abrazado a su hijo y rodeado
de un par de sus nietos quienes lloraban.
“Sí, mis hijos vinieron por mí… pero no
para apoyarme sino para llevarme de
vuelta al geriátrico ese de mierda…”,
se despachó a viva voz el de la silla
mientras luchaba con uno de sus hijos
por permanecer en la plaza mientras este
le empuja la silla hacia donde estaba el
auto de la familia y el revolucionario
resistía a puro freno de mano nomás.
“Es que está loco, mi viejo está pirado…
Es un hombre medicado porque su
cabeza ya no funciona bien…”, se
justificaba el pobre “hijo de“, mientras
persistía en llevarse el mentor de
la revuelta popular vernácula.
“Andá vos a ese depósito de viejos!
Te creés que me vas a encerrar de
nuevo mientras vos te vas de fin de
semana al campo…”, retrucó el
general de la revolución, más seguro que
nunca de su argumentación, por años
mascullada en la soledad de ese agujero
llamado “casa de reposo”…
“Pero no… si yo también vivo encerrado
en esa oficina donde laburo, papá…!”,
se defendió el avergonzado y sobrepasado
hijo de la revolución…
“Y jodete por pelotudo…”, le espetó
Napoleón, como corresponde a un General
del Pueblo que no tolera la mariconada, y
mucho menos si ésta proviene de la sangre
de su sangre.
“Cómo fue… Cómo fue señor Papastrini que
se gestó este golpe popular…”, gritaba la
cronista de un canal “serio” de televisión
abierta, corriendo detrás de Ernesto con
los pelos todos parados y el maquillaje
desencajándole aun más su poco encajada
cara.
“Y… estábamos aburridos…”, confesó
este Padre de la Revolución. “…Nos habían
robado el dominó la semana pasada… Y
las damas no dan para jugar de a tres”.
Y sí…, motivo de más para patear el tablero.
13 de julio de 2009
El Pibe de Oro
Nació con una pelota bajo
el brazo el Pibe de Oro. Digamos
que a la altura de su vientre.
su Padre lo soñaba desde
antes de juntarse con
Roxana: Un día un hijo suyo
deslumbraría, dejaría
ciegos a los hombres que
osaran mirarlo. Sería
algo así como un Dios, un
mito, una leyenda. Algo
desde luego sagrado. Y
así fue que vino al mundo
Diego Armando Gómez
Peperina, el chico que
deslumbraría con su encanto.
Ya desde el comienzo,
al dar sus primeros pasos,
mostraba claros indicios
de ser diferente: No lloraba,
no caminaba, no agarraba
la teta… Pero esas
son pequeñeces que
no hacen a la ilusión que
Don Gomez tenía desde siempre
abigarrada a su corazón:
Tener un crack en casa. El
sueño se le cumplo cuando
El Pibe de Oro llegó a
los doce años, no porque
su hijo debutara en la 5ta
División de Boca como
titular, no, sino cierta vez
que la policía decomisó
unas pequeñas piedritas
de crack (esa roca a base de
cocaína) luego de allanar
la casa familiar. Culparon
del hecho al progenitor, y así
Diego, el Pibe de Oro, se
vio en la obligación de
parar la olla. El problema
era que la olla, aún parada,
no se llenaba, y la madre
de Dieguito se había ido
con el carnicero del rioba,
que era un tipo muy
jodido y no quería que
por nada lo molestaran mientras
fornicaba o trabajaba. Las
hermanas del Pibe, una
mayor que él y las otras
diez, menores, le buscaron
mil trabajos (ellas preferían
hacer las cosas de la casa,
aunque por entonces vivían
en la calle); pero El Pibe
sabía que, muy en el fondo,
el sueño de Papá Gómez debía
ser cumplido, así como Don
Gómez cumplía con su
injusta condena allá en el
pabellón del Fondo de la
cárcel de encauzados (raro
eso de ser condenado
antes de tener un juicio, no?).
Así que, fiel al honor de
la familia, rechazó cuanta
changa se le cruzara… hasta
que la oportunidad llegó un
día de la mano de la
casualidad. Revolviendo los
tachos, las bolsas y demás
en la calle Libertad, una de
sus hermanas encontró
un aerosol con pintura, y
ni lerda ni perezosa (cosa
bastante poco habitual en ella,
ya que de ambas cualidades
tenía bastante, heredadas
seguramente de su madre)
se acercó a Dieguito mientras
éste dormía su mamúa en medio
de la plaza, y lo roció con esa
pintura como queriendo
hacer de su Hermano mismo
una aerografía. El resultado,
inesperado, enmudeció al
Pibe; cuando despertó, sin
saber lo que pasaba, se dio
cuenta que la gente lo
miraba sonriente, que el
mundo lo incluía con sorpresa
pero simpatía. No entendió lo
que sucedía hasta que se miró
en los espejos del pasillo que cruza
la 9 de Julio hacia la estación de
subte; la vida había dado
ese giro de ciento ochenta grados
que su padre soñara para él: ahora
era el Pibe de Oro de verdad. Y
es que la pintura del tarro era
dorada y el chico parecía toda
una estatua de algún culto del
sudeste asiático, semidesnudo
por el calor cuando su hermana
lo pintó. No tardó, Diego Armando
Gómez Peperina, en conseguir
un trabajo como ídolo: justo
se inauguraba una Feria de
novedades en La Rural y
necesitaban un Buda niño
que se sentara en la puerta
de un stand todo el santo
día sin hacer nada ni hablar;
sin dudas, el trabajo ideal
para quien quiere ser
idolatrado sin tener que hacer
nada más que estar
pintado de dorado y tener
una pancita como la que
el desnutrido Dieguito
hacía tiempo que desnutría.
Son cosas de la vida: el
Pibe terminó siendo casi
como un Dios. Afortunadamente,
Papá Gómez aun no se ha
enterado.
5 de julio de 2009
La Bruta
Conocí a la bruta en mi viaje de egresado
en Palo Seco. No es que no nos haya
alcanzado para ir a Bariloche, sino
que a mitad de camino se nos quedó
el micro y tuvimos que hacer
parada en ese pueblucho rural; y,
adivinen qué, perdí el micro cuando
partieron después de reparar esa
correa de ventilador… Y nadie se
percató de mi ausencia de tan poco
popular que era yo entre mis
compañeros (qué digo compañeros,
Enemigos eran esos hijos de puta!).
Por eso mismo, lejos de lamentarlo,
decidí que mejor que pasar quince
días en ese Guantánamo estudiantil
era quedarme acá sin más,
conocer el lugar, hacerme de amigos
y, con suerte, no volver a casa.
Tampoco allá iban a extrañarme,
si éramos como doce hermanos
(doce o trece, no me acuerdo). No
sabía por entonces lo que
me deparaba el destino. Trabajé
enseguida en el taller mecánico
donde arreglaron el micro. No
Me pagaban, porque el chofer había
huido sin abonar la reparación, así
que vine yo a pagar los platos
rotos y las facturas impagas. Pero
a los dos días me liberaron de tal
responsabilidad, más que nada debido
a que yo era un inútil total que daba
más trabajo que el que solucionaba. Y
lógico, si era un pendejo de 23 años
(no les dije, pero era repetidor de los
que repiten todos los años al menos
una vez). Así, por puro bruto, me
fui quedando en ese villorio aburrido
que se fue haciendo mi hogar;
y no tarde mucho en dejar
de dormir en ese taller para
Acomodarme ya en una casa de
Buena Familia. Ahí conocí a La Bruta.
Ya me habían hablado de ella,
un poco en broma (creí por entonces);
y como en el pueblo de donde vengo
“Bruta” significa “Fuerte, atractiva”,
enseguida se me hizo en la cabeza
la imagen de una diosa impresionante.
Y la verdad es que sí, ella impresionaba;
no sólo porque de físico estallaba: era
grande, grandota…; de espaldas, de
manos, de piernas… Sino porque
era impresionante verla en acción.
Como es de esperarse, bruto
y bruta se atraen. Pero en este
caso, yo era el intelectual de los
dos. Tal era la brutalidad de ella.
Cuando sus padres, los dueños
de casa, me la presentaron, no
terminaron de decir “él va a ser
nuestro nuevo huésped” que ella
me pegó una palmada tal en la
espalda que casi me tira al piso, y
del beso (en el cachete) casi
me tienen que operar para extirpármela.
Por supuesto que su familia ni
se inmutó por ello: estaban habituados
a reacciones mucho más exageradas
que una bruta palmada de bienvenida.
En ese momento lo tome como
una simple broma (nada femenina
por cierto); más tarde pensé en un
exceso hormonal retenido, y liberado
ante la presencia del hombre enfrente
(alguna vez evalué la posibilidad de
estudiar psiquiatría, pero es una carrera
que requiere de leer más de un libro, cosa
que me supera). Al final me di cuenta
que era de bruta nomás que se
comportaba así. Fue difícil escapar
a sus modos cavernícolas, un poco
porque tan fea no era (si no la mirabas
moverse ni la escuchabas hablar)
y otro poco porque yo estaba solo; y
eso a esta edad te lleva a cometer
todo tipo de errores con tal de ponerla.
Y pequé. No fue difícil, dado que ella
se me venía a la pieza y ni golpeaba
siquiera (claro, era su casa, pero…).
Pegaba un empujón y reventaba la
puerta de una; y se metía como
apurada, juntaba un par de medias
del suelo, mi remera, las acomodaba
y se me tiraba en la cama, me enchufaba
el vaso de agua en la boca, me peinaba,
me tiraba de los cachetes… Todo esto
en la mañana y en menos de un minuto.
La verdad es que, pensándolo hoy, yo
debí haber sido muy boludo o debí
haber estado muy pero muy falto
de atención para permitir semejante
trato de marioneta vapuleada. Era
un atropello! Y lógico, si la Bruta era
como un camión con acoplado y sin
frenos. Y yo, de camionero, nada.
Pero fue imposible evitar que las
cosas subieran de nivel. Si ya de
entrada se me instalaba en la zapie,
imagínense que al poco tiempo ya
era difícil sacarle seis centímetros
de distancia. Me tenía más marcado
que un defensor central al número 9.
Eso no me molestaba tanto, pero cierta
vez que íbamos por la calle me hizo
pasar vergüenza del empujón que me
dio cuando saludé a otra chica del
pueblo, la hija del mecánico donde
yo había “trabajado”. De ese empujón
me metió en el Registro Civil nomás.
Y ya sacamos fecha para casamiento.
Sacamos digo para no sentirme
discriminado, porque en realidad
los trámites los hizo ella con mi
consentimiento tácito; lo que
equivale a decir que nunca me
consultó siquiera. Pero quién osaría
oponerse a la fuerza bruta de La Bruta?
Yo, su marido, no. No y no, quise
decir cuando el juez preguntó “Acepta…”,
pero me salió un sí que era como
rendirme al enemigo incondicionalmente
a cambio de sobrevivir. Porque cuando
la miré antes de contestar, sus ojos
casi me cachetean de bruta que era.
Ella, al verme dudar a la hora de firmar,
me sacó la lapicera y firmó ella con mi
nombre; y ni forma de hacerle entender
que esa firma no era válida y bla bla bla…
Como todos, hasta el juez, la conocían,
no insistieron mucho y dieron por
válido el matrimonio, mal que me pase.
Y así llegamos al altar. La pequeña
capilla del pueblo estaba llena (hacía
como dos años que nadie se casaba
de la poca gente que quedaba en ese
villorio). Ella estab imponente: Parecía
el Perito Moreno (no el prócer sino
el glaciar), toda de blanco que encandilaba.
Yo estaba, al fin, contento: era la primera
vez que resultaba el centro de interés
social de todo el mundo y, además,
había una fiesta en mi honor. Qué iluso
era por entonces. Entró la Bruta a la
iglesia y ya comenzaron los problemas,
porque de bruta que era llegó antes que
yo, que no por asustado estaba retrasado
sino que era temprano: Tan temprano
como que llegó doce horas antes, porque
ella había entendido que la misa era a
las nueve de la mañana y no hubo forma
de que sus padres y amigas la convencieran
de que era a las nueve de la noche. Así
que me fue a buscar, todo el séquito
detrás caminando de la capilla a su casa
(donde yo dormía todavía la tranca de
la despedida de solteros), levantando
polvareda por la calle de tierra a la
velocidad del paso a que ella nos tenía
acostumbrados, una suerte de marcha
olímpica imposible de seguir si no la
corrías. Así mismo me llegó, en medio
de mi sueño, para convertirse en otra
pesadilla. Me levantó del cuello con
una mano, me puso el saco (la camisa
y pantalones no me los había sacado
del pedo que tenía al acostarme), y
me llevó en el aire hasta la Casa de Dios,
quién no sólo no estaba sino que tampoco
estaba el cura, otro que había participado
de mi despedida y también dormía vestido,
pero no en la sacristía sino en lo de Doña
Rosa, la catequista (no me pregunten por qué,
pero se ve que era más cerca su casa
que la parroquia). Al percatarse de la falta
de personal celestial idóneo, la Bruta no
dudó: manoteó a un chico que hacía las veces
de monaguillo, quien estaba
chismoseando como todo pueblerino,
y lo puso detrás del púlpito a dirigir el
sacramento. El pibe no tenía ni la menor
idea, pero era vivo y se dio cuenta que
mejor seguirle el juego a la Bruta que
reconocerse inhábil para el puesto. Así
que mintió un poco el texto, dijo dos
o tres pelotudeces de rigor y preguntó
lo que tenía que preguntar, de la manera
más simple y sencilla: “Ustedes se quieren
casar?” Sí, contestó ella por los dos.
“Entonces los declaro marido y marida”,
dijo el pibe, que era bruto pero no boludo.
Y así, por primera vez, la ví sonreír a la
Bruta, lo que valió todo el sacrificio de
estar a su lado. No voy a contar lo de
la noche de bodas, pero sí vale aclarar
que la fiesta se terminó de un golpe cuando
ella echó a todos al grito de “basta,
váyanse… llegó la hora de la consumación”.
Escalofriante! Y los sacó uno a uno pa’fuera
a las patadas como perros en jardín ajeno.
Después llegó la mañana, con el cantar
de los pájaros; se me terminó la mamúa
de dos días de festejos… y entonces
comprendí, perplejo, en qué situación me
hallaba. Ahora era el marido de La Bruta!
Y bueno, como dice le saber popular, de
las peores se sale con educación: Así
fue que me decidí a terminar la secundaria.
Mi jermu me mantenía porque
la familia era dueña de unos campitos
muy generosos que daba para los
cinco (ella tenía un hermano que
con buen tino había rajado para
Córdoba capital, pero igual pegaba
un mangazo puntual cada fin de
mes). Entonces me inscribí
en el bachillerato nacional y en un
año y medio estaría recibiéndome
de grandulón diplomado. Era,
desde ya, el más viejo de la clase,
pero mi plan iba derechito como
mi andar cuando la Bruta me
mandaba a hacer las compras.
Así llegó mitad de 5to año y,
claro, tuvimos nuestro viaje de
Egresados. Otra vez para Bariloche,
esta vez sí. Pero cuando partí,
me dí cuenta que si llegaba allá
no me iba a quedar otra que volver;
así que en una de las paradas me
las rebusqué para aflojar la correa
del ventilador del micro. El motor
recalentó, y no hubo otra que
parar en un pueblucho de La Pampa
que no les voy a revelar porque ahora
es mi guarida. Sí, me quedé acá
cuando partió el micro. Tomé el
recaudo de decirles a todos que
estaba con diarrea, y que si no me
encontraban era porque estaría
seguramente en el baño del
bus. Y así partieron sin mí, creyéndome
descompuesto e hincado en el
inodoro del colectivo salvador. Esa
es la manera como zafé de la Bruta,
pero ahora que me volví a casar
(aquella boda no tenía validez
legal, si yo nunca firmé) y estoy
obligado a mantener una familia,
me pregunto si era tan malo soportar
a una bruta todo el día o si es peor
tener a tu suegro de jefe, como
me pasa hoy día. Creo que en
cualquier momento tiro la toalla
y me vuelvo para Palo Seco nomás.
Pero lo que más lamento es no
haber conocido, al fin, Bariloche.
Capaz me haga docente para irme
con los alumnos alguna vez.
26 de junio de 2009
El Embarazador de Southampton
Conocí a Simon Zorren en el hospital
St. Joseph cuando pasaba sus últimos
días en este mundo y, como suele
sucedernos, ya no le importaba
demasiado su timidez. Por eso, y
sobre todo por la ginebra que yo,
como buen enfermero que soy,
le daba sanamente cada noche a
escondidas de la caba de turno,
Simon desnudó su más oculto
costado (no hablo del derecho
o del izquierdo, que esos ya me
tenían cansado de tapárselos una
y otra vez al viejo este, que no sé
cómo hacía pero se destapaba
todo el tiempo el muy jodido).
Cierta noche fría de otoño acá en
su Southampton natal (a donde
había vuelto cansado de tanto
trajín y “hacer la América”), en un
ataque de lucidez poco frecuente,
seguramente milagros del
aguardiente!, me contó su vida.
Corría mediados de los ‘50
cuando el joven Simon, harto
de las privaciones de posguerra
pero sobre todo de tener las bolas
congeladas acá en la Gran Isla
Británica, se embarcó sin rumbo
en el primer barco que zarpaba
(no sé si leyeron algo, pero
Southampton es un puerto,
manga de burros -N del R). Ese
bergantín (no es una definición
técnica del tipo de navío sino
un eufemismo dada la lamentable
condición del barco) venía para
el Río de La Plata, y así Simon
(se pronuncia Saimon, sépanlo),
por entonces un entusiasta pero
tímido chico de unos veinte, salió
de perdedor.
Sí, ni bien tocó tierra firme, el rubio
niño fue tentado a visitar el célebre
Anchor In Bar, un símbolo de aquella
Buenos Aires de la abundancia donde
abundaban las putas en espera de
boludos como Simon (o Saimon,
como quieran). Y en este cabarulo
del bajo de Barracas el inglecito
conoció la cara de dios sin siquiera
asomarse a una iglesia. Sí, debutó.
Él, único hijo varón de una
familia católica del sur de
Inglaterra, nunca se habría animado
a pagar por una mujer allá en
las tierras que pisaban su madre
y sus hermanas (una más trola
que otra como buenas inglesas
del sur). Pero acá ni lo pensó;
una, porque del mareo que tenía
al bajar del barco después de veinte
días ni se acordaba en qué religión
lo habían bautizado… Y otra porque
el muy nabo no se dio cuenta que
había pagado hasta que revisó
la billetera la mañana siguiente
(quien dice mañana, dice mediodía).
Pero pasaron algunos años en los
que Saimon se convirtió en Simón,
o más acá, Don Zorren. Se instaló
en Don Torcuato y se hizo de una
vida que, sin ser para envidiar,
tenía sus gratificaciones. Él era
amado por su barrio porque era
el que daba las noticias… No, no
era periodista. Con ese acento que
no se le iba parecía infradotado, cómo
iban a aceptarlo en las insipientes
radios que de a poco ganaban la plaza.
No. Simón repartía diarios. Se levantaba
a las cuatro de la mañana, mateaba
(es un decir; nunca se le pudo hacer
entender que de la bombilla se debe
chupar, no soplar dentro) y salía
a pedalear la vida silbando algún
tango a los que, de vez en cuando,
les agregaba una que otra letra de Los
Plateros, haciendo de esa música
un cambalache único. El asunto
es que, en una de esas mañana
en que clasificaba los ejemplares,
se le cruzó por las manos una
revista de esas que venden cualquier
cosa de un modo bastante convincente.
Y en ésta la revelación era un método
para seducir mujeres a distancia.
“Guauuuu!!!”, se dijo Simón, el tímido
que hablaba mal y cantaba peor.
“Éste es mi chance de ganando”,
observó con la agudeza propia de
un canillita a las cinco de la madrugada
y mal dormido. Al otro día
mandó la carta. Y a la semana
ya le empezó a llegar el curso
completo, con (obviamente) los
cheques para ir haciendo el pago
quincenal correspondiente. Saladito
pero muy tentador, el Simón de
Boludear éste (como lo había
bautizado la señora que le
alquilaba la pieza donde vivía,
en obvia alusión a la Dama
de las Camelias) comenzó a
practicar con tan poco tino que
en lugar de tomar como conejillo
de indias a una chica desconocida,
de otra ciudad, alguien de la calle…
no… El tipo se empecinó en seducir
a la hija del turco, la ferretera
(o sea, la hija del ferretero que
atendía la ferretería); que no era
lo que se dice un minón, no. Más
bien, el epíteto que le iba era el de
“bulón”, dado el rubro en el que
se desempeñaba y las pocas
curvas que anunciaba a su paso
por la vida. El hecho es que el
Simón este empezó a pasar
más seguido por la vereda de
la ferretería… Y a cada pasada
aplicaba los términos de lo
aprendido: Herramientas de
personalización del vínculo,
dominio absoluto de la atracción,
transmisión de confianza…
Todo iba según el manual del
curso por correspondencia (la
dama en cuestión, ni enterada);
hasta que una mañana se supo:
La Juana estaba embarazada!
Nooooo..!! Algo estaba mal !
O alguien le había usurpado el
rancho, o las herramientas de
seducción habían sido mal utilizadas,
llegando demasiado lejos (y justo
dónde el bueno de Simón quería).
Claro que esa duda se fue despejando
al no aparecer el padre de la
criatura ni en el periódico. Eso
le fue confirmando al inglecito que
esa panza era responsabilidad suya;
y una buena tarde entró en la
ferretería, encaró al ferretero y le
dijo: “Yo mí es el panza dueño”.
Digan que el turco no le entendió
(porque él tenía lo suyo también
a la hora de hablar de acentos y
modismos), que si no le entierra
la llave inglesa esa que tenía para
vender en el balero, y le hunde de
un solo golpe ese jockey sucio
(que el inglés no se sacaba desde
que subió al barco) hasta el fondo
mismo del cerebelo. El Simón
quiso encarar a la mismísima
Juana para explicarle que él era
el responsable, y que habría de
hacerse cargo de lo hecho. Y cuando
lo hizo, a la mina le cayó la ficha de
que esa era la única salida para
salvar la mitad del honor que ya había
perdido por completo; y como buena
comerciante que era la turquita, se dijo:
“Y bueno… a veces hay que perder
para ganar”. Y se casó con el inglés
de Marras (Marras era el nombre de
la señora que lo alojaba). Desde
luego que el secreto fue bien guardado
bajo siete llaves; nadie debía saber
que el iluso se había cargado de tal
resultado creyéndose el responsable
“a distancia”. Pero eran los años
cincuenta y todo era posible, más que
hoy día. Y por qué no, si hasta Cristo
nació de un vínculo etéreo… De esas
estaba llena de vida del buen Simón,
cuya educación católica había sido
el pilar de sus torpezas.
Claro que la relación no duró mucho;
al tiempo nomás apareció el verdadero
padre de la criatura, un viajante de comercio
casado que pasaba por la ciudad una vez
al mes, quien se tomó seis meses para
decidir si terminaba con su mujer y
empezaba una nueva vida con Juana la
Ferretera o continuaba su fantochada
familiar… Y decidió, salomónicamente,
seguir casado pero haciendo doble
vida (un clásico de viajantes, embarcados
y policías). La chica aceptó con tal de
deshacerse del incomprensible inglecito
(a quien nunca le entendía nada); y
se fueron de Don Torcuato a vivir a
la provincia. El pobre Simón, ahora otra
vez solo, decidió que esas prácticas a
distancia podían ser peligrosas y una noche,
la última en la casa que el turco padre
les había dado para que vivieran, en los
fondos de esa casa maldita, quemó
todas las instrucciones, diagramas, notas
y apuntes del curso de Seducción a
Distancia de la Academia Charles A.
Thompson Jiménez de Miami. Y de cara
a esa pequeña fogata se juró nunca
más abusar de la suerte de ser un
seductor de tal calibre que
podía, sin siquiera quererlo,
embarazar a una mujer con
sólo pensarla mucho.
Si embargo, ya lejos de esa
ciudad que lo hizo a un lado
por perdedor y por foráneo
(eran tiempos del peronismo
más nacionalista y cualquiera
que hablara inglés era mal
visto, como corresponde!),
Simon Zorren comenzó una
nueva vida que lo llevaría de nuevo
a tropezar con su propia habilidad
para tropezar. Y es que, si bien
tuvo la suerte de encontrar un
compadre que pronto lo cobijó
ofreciéndole casa y trabajo sin
que él tuviera que pagar nada
más que atender una casa de
comidas dieciséis horas por día
(lo que incluía parte de la noche),
el destino de seductor lo esperaba
detrás de ese mostrador.
El inglecito éste estaba tan contento
de rehacer su vida que mucho
no reviso ese trato, sino que le
puso toda la onda; se compró
un chaleco a rombos, unos tiradores
nuevos, y se calzó el delantal y el
gorro blancos que, detrás de ese
mostrador de zinc lustroso, le
deban “un aires (según el creía)
de Don John irresistibla“. Y ahí,
en ese paso semántico estuvo
el principio de la vuelta al caos.
Porque de “irresistible” a “seductor”
hay casi nada; y de esto ultimo a
“seductor a distancia”, solo un trámite.
Y así, una tarde de septiembre en
que el calorcito de la insipiente
primavera comenzó a asomar con
ganas, el obsesivo Simon puso sus
ojos en la corta falda de una de sus
más asiduas clientas, Filomena
S (evitamos toda mención al apellido
de la dama por obvia preservación de la
honra de la pobre).
La piba no tenía más de dieciocho,
pero por entonces las buenas familias
le buscaban candidato a las niñas
a muy temprana edad para evitar
que conocieran lo maravillosa que
es la vida y nunca más se casaran.
Claro que la familia de Filomena,
los S (también a ellos los preservaremos),
no tenían precisamente en la cabeza
un tipo de la clase de Simoncito para
cónyuge de su hijita malcriada.
Fue entonces que el pobre inglés
comenzó a darse cuenta que cada vez
que la niña entraba al negocio a por
unos pastelitos o unas croquetas, él
no podía abstraerse de ello y, casi
instintivamente, comenzaba a hacer
uso de las técnicas de seducción tan
fríamente aprendidas con sajona
aplicación. Bueno, era inglés después
de todo!
Y, claro, al tiempo la chica desapareció
de la ciudad; nadie la vió más. Simon
sospechó algo… Él sabía mejor que
ninguno que algo extraño ocultaba la
familia S (los seguimos protegiendo,
pero ya me estoy cansando).
Entonces, una noche se quitó el
delantal antes de la hora de cerrar y
se hizo una disparada corriendo hasta
lo de los S (está bien, se llamaban
Sorreguieta… contentos?). La mucama
no se sorprendió al verlo en la puerta
cuando abrió: algunas veces él mismo
alcanzaba los pedidos para poder
espiar un poquito a la nena ahora
en fuga. La empleada lo hizo pasar,
y mientras esperaba en el vestíbulo
alcanzó a escuchar una discusión
entre los Sorreguieta durante la cual
uno de ellos decía: “Dejémosla allá
hasta que nazca el niño…” Eso fue
suficiente para que el empecinado
seductor viera cómo se derrumbaba
todo su nuevo mundo una vez más
y como antes, en Don Torcuato. “No”
se dijo, “…esta vez no voy a ser tan
torpe… Si yo la embaracé a distancia,
como a Juanita, nadie puede saberlo
excepto yo… y mi maldita conciencia”.
Pero, justamente, la conciencia es un
amigo que no sabe guardar un secreto
sino que nos lo recuerda con saña
cada vez que puede; de lo contrario
se llamaría inconciencia, verdad?
El destino quiso que se reivindicara
de un modo muy casual; aunque en
los pueblos de provincia casi nada sea
casual. Y sería de boca del cartero que
se enteraría dónde había ido a parar la
chica y su panza geográficamente
ocultada. “Che… inglés… Así que los
S (no ocultamos el apellido ahora sino
que es demasiado largo para escribirlo
todo el tiempo) mandaron a la
nena a estudiar a tus pagos!”, le
dijo ingenuamente el repartidor
de cartas, sin sospechar que ese
comentario chismoso cambiaría
la vida de más de una persona.
Porque era ese, precisamente,
el dato que Saimon (Simon, o sea)
estaba queriendo conseguir sin
éxito. “Cómo Usted sabés el qué
ciudad de dónde ahora es ella?”,
cuestionó muy seriamente a Lito,
el cartero, mirándolo fijo con esos
ojos azules de lobo que eran capaces
de intimidar (aunque para ver no
sirvieran de mucho, dada su miopía).
“Y mirá che…”, lo desafió Lito,
mostrándole el sobre de la carta
que estaba por entregar: “Rte:
Filomena Sorry, 32, Church Lane,
Southampton, England” decía
cruel pero inesperadamente el
sobre que le enviaba la chica a
sus padres. No había terminado
de leerla el inglecito que ya se
había quitado el gorro de cocinero
ese, tan ridículo, el delantal y
ya estaba en su habitación haciendo
la valija con lo poco que tenía
(el chaleco de rombos, los tiradores,
más un par de camisas y ya) para
tomarse esa misma noche el bus
a Buenos Aires, donde embarcaría
al otro día hacia Inglaterra. Porque
él había aprendido a callar, a no
permitir que la gente lo culpara nunca
más por ser así de seductor… Pero
sus principios estaban intactos, con
eso no se jugaba; y no iba a permitir
que la chica tuviera su hijo sin saber
quién era el padre y por qué ella
estaba sufriendo ese destierro. Él,
una vez más y como correspondía,
iba a reconocer su responsabilidad en
el hecho. Y cuando llegó, quizá por
primera vez en la vida, fue a tiempo;
justo a tiempo. Porque la chica, quien
sabía muy bien quién era el padre
de la criatura, se encontraba sumida
en una depresión terrible, lejos de
todos sus afectos, en un país donde
nadie le entendía y, además, con un
clima horrendo que deprimiría hasta
al mismísimo Robin Williams.
Entonces la absurda llegada
del confeso embarazador no
sería tan absurda sino una verdadera
bendición para la chica, que ya estaba
a punto de parir en ese hospicio que
era más deprimente aun que el clima
tormentoso del sur de Inglaterra. Y
estando él se animo a escapar de
allí, a intentar una nueva vida con
su hija a quien no quería dar (como
le imponía su familia)... Si hasta
se animó a convencer a Simon
que no debía temer embarazar a
cada mujer en la que pensara!
Así fue que Don Simón, este viejito
que cuidé a pura ginebra en sus últimos
días, volvió a reconciliarse con su
tierra y consigo mismo; gracias a
una niña que, en la más difícil, supo
elegir dándole la espalda a todo
aquello para lo que había sido criada
por su pacata y engreída parentela.
Y acaso no es mejor elegir un hijo de
incierto futuro que una familia con
demasiado pasado?
11 de junio de 2009
Milanesa, el Payaso sin Huevos
Era un payaso empastillado.
Un borrachín desalineado
que de vejete se dio
por abstemio y ya era
tarde para reivindicaciones,
lo que sin mucha vuelta
lo llevó a los psicofármacos.
Así salía a la arena:
Dando tumbos y aspavientos.
Los brazos trepando
del aire, un lugar
del que nadie puede jamás
Agarrarse; y es que
Juanjo lo intentaba
pero el aire siempre,
siempre lo esquivaba. Dije
salía a la arena no
porque el circo fuera su
escenario ni los
niños su publico
privilegiado, no. La
arena era su lugar desde
que repartía volantes
para el Corralón Don
Huberto, venta de
materiales de construcción
a precios de joyería, donde
“Ladrillito” (pseudónimo
del yosapa este) era sin duda
La mejor carta de publicidad
y la más barata: Un sánguche
de mortadela a las 12 y
un choripán a la salida, más
un centavo por volante lo
que hacía como diez
pesos al día descontando
los de lluvia, los domingos
y las fiestas de guardar. Así
nomás iba la vida
de este payaso de porquería
que tenía menos onda
que Sofovich cantando la
Lotería. Se lo oía refunfuñar
por lo bajo y sin motivo
a la vez que daba un pelpa,
la mirada torva y malo
a veces tanto que ni
entregaba ese volante
que ofrecía con la mano,
reteniéndolo muy firme
como pensando en
un “Oleee…!” cuan revancha de
volantero a ese desinterés
del vulgo en tránsito. Y es que
Ladrillito era un payaso de cuento,
y el peor de todos los cuentos
era la oferta del día: De
esos volantes no salía
otra cosa que mentiras. Y
qué culpa tenía Ladrillo
que el cemento fuera trucho.
Que la cal pesara menos
de lo que decía la bolsa; y
que la arena mojada
a la final se achicara. Culpa,
no se si llamarlo culpa… pero
Ladrillo sabía, y sin embargo
salía todos los días al ruedo
trastabillándose en pedo
aun si ni siquiera tomaba, por
culpa de esas pastillas
que le vendía el cadete
de la farmacia de enfrente, esas
que él se afanaba. Todos,
hasta los niños del rioba,
creía en esos rulos; y es
que eso era lo único
que no era trucho en Ladrillo.
Ese Juanjo era un tipo
de profusa rulosidad, y con
esa mala tintura para
matizar las canas, las crenchas
brillaban verde, medio
mezcladas con rojo, que era
herencia de su abuelo, un
irlandés patoso oriundo de
Hurlingham. Yo una vez
lo vi en un bar
en la estación de Haedo, esa
donde sacan fichas
pa’ver quién termina más
en pedo. Me senté porque
me llamó; me dijo: “Hoy
vuelvo a ser yo mismo”,
se pidió una de tinto, y
se la empinó todita. Ahí nomás,
sin más vuelta ni preámbulo
ni nada me confesó, lengua
ardida, que su pasión, la
Bebida, no le impedía
ver las cosas como son; que
de la vida no se olvidaba y que
siempre soñaba que un
día, llegado desde la nada,
un gran circo lo buscaba
para llevárselo lejos,
ávido de un payaso
que maravillara niños
bajo arcoiris de luces
al grito de “Mi-la-ne-sa…,
Mi-la-ne-sa…”
Loco, dije ya yéndome,
y como hablándome a
mí mismo… Aquí este
tipo que sueña… Y
yo sin huevos por esta
noche para hacer mis
milanesas. Pa qué
me habré dejado entretener
por este payasín
volantero…! Ahora otra vez
terminaré comiendo
fideos con manteca. Pucha
que es cruel esta vida.
1 de junio de 2009
El Hijo del Gaucho Griego
Mario Nicanor de las Mercedes
Papadopoulos nació estigmatizado.
Su marca no era otra que la de ser
el único hijo de un griego gaucho.
Al menos eso creía su padre que era.
Y esperaba de su vástago que,
de un modo muy literal,
éste fuera astilla de tal palo.
Y digo literal porque ambos, padre
e hijo, eran virtualmente de madera.
Nada influye en mi juicio
que el señor Papadopoulos
se haya criado entre abedules y acacias:
Hay gente de buena madera y otros
que son de madera nomás.
Y eso quería Don Griego (como
lo llamaban allá en el pago de
Chala Seca, Provincia de Santa
Fe), para su hijo: Una vida de
madera. Y qué acertado
el gaucho griego! Su hijo
realmente daba con el perfil.
Sin embargo (siempre
hay un sin embargo, aunque en esta
familia los embargos eran cosa
de todos los días), Mario Nicanor
tenia otros planes para él y para su
Vida. No es que el pobre
tuviera un futuro imaginado ni
nada que se le pareciese; es que
Vida era su noviecita de la primaria.
Y el Nicanor este andaba alzado
con ella desde muy temprana
Edad. Casi se diría que
había nacido alzado el pobre gaucho
frustrado. Y asumo como mío
Lo de frustrado porque así era: Nican
(como lo llamaban en su circulo
de amistades) cargaba con esa
pesada llaga de no poder ser
el gaucho que su padre esperaba
de él. Por eso, y porque sí nomás,
casi siempre tenía problemas de
erección a la hora de embocar, lo
que no desesperaba a Vida, que
era tan frígida como que se
apellidaba Frigerio. El chico
sabía que para ser feliz
la única salida era por ruta 8. En
Otras palabras, chau pueblo y
si te he visto no me acuerdo. Pero
Don Griego (tal vez si Ud. es de
Chala Seca lo recuerde cómo
Griego de Mierda, porque así
daban en llamarlo algunos
muchos), el padre de la criatura, no
sabía nada de nada, pero menos
de sutilezas; y no desperdiciaba
oportunidad en recalcarle al muchacho
lo mucho que lo defraudaba con esa
pose amanerada, los pelos lacios
teñidos de rojo y esa ropa toda
ajustada que lo único que le faltaba era
usar sandalias con taco y bla bla bla…
Y es que Nican era un flogger, un artista
de la pelotudez diaria, nada malo
si se tiene doce años, pero a los 30
se interpreta un poco raro, sobre todo
si se lo mira desde arriba
de un Deutz 2430, que es un
tractor muy conservador y
Bastante alto, desde el cual la perspectiva
favorece mucho a quien critica, y muy
muy poco a quien fuma con filtro
parado en la esquina de un pueblo
sin asfalto, de zapatillas rosa y pantalón
limón. Y como tenía que ser,
un buen día Que Nican y Vida
estaban casi listos para
huir, el patriarca se brotó. Se
había acabado el anís y tampoco
quedaba ni caña siquiera cuando
Nican entraba riendo a la casa
acomodando su flequillo, casi como
estirándolo (es que tenía unos rulos
Que ni pa’gaucho servían, menos para
hacerse el flogger); ahí nomás, de entrada
en la cocina, lo abarajó Don Griego,
el Gaucho de Mierda, el de la madera, y
de un golpe de hacha
seco como el pueblo, perfecto,
pulcro y perfecto diría un animador
de boxeo, de un solo golpe lo dejó sin
cabellera… Volaron flequillos que, de
tan truchos, en el mismo aire se enrularon
cayendo en zarcillos al mosaico gris de
la cocina de campo como colitas de
chancho, y cuan finalmente aliviados.
Nican, el flogger rapado, el
Rebelde sin Casa (obviamente lo
Estaban echando, no?)
se desmayó; su carrera de flogger
estaba acabada; y pa´skinhead
no le daba.
Y que razón tenía Don Mierda, el Griego
para hacerle eso: Acaso podía existir
realmente un Gaucho Maderero? Un
invento griego..!! Pero andá a
hacérselo entender al bruto de Don
Papadopoulos, hombre
De pocas letras y ninguna
Idea. Y menos era posible
Sin caña ni nada que lo
endulzara, tanto como para
que cantase
alguna canción de Miranda
de esas que, sin querer,
a veces silbaba mientras
aserraba los troncos creyendo
que rendía homenaje
a alguna zamba de Don Ata.
De tal palo…
21 de mayo de 2009
Soy Glam, de Glew
Me presento, soy Julian y soy
glam y como vivía en Glew, todos
me conocen como el Glam de Glew.
Mi ciudad es una pequeña localidad
del confín del Gran Buenos Aires
Sur, allí donde termina el tren
eléctrico y se hace diesel nomás,
para seguir más allá a puro ruido
y tardar y tardar. Será por eso que
esto de ser eléctrico me pegó, y
fuerte. Desde chiquito ya
agarraba la escoba de mi abuela
y me zapaba un par de temas de
Sandro y los de Fuego (que era
lo que escuchaba ella); después
le tomé el gustito a los maquillajes
y accesorios de mi tia Yoly (a ella
no le causaba nada de gracia, no
solo porque le parecía afeminado
de parte de su único sobrino
que ande pintarrajeado por el
barrio, sino porque el costo de esas
porquería siempre fue privativo, yo,
el Glam de Glew, no me andaba
con chicas ni con pocas). Eso mismo,
el que yo no anduviera con chicas,
era lo que más les jodía a la tía y
a mi vieja, pero a esta última no
le afectaba tanto dado que todo
lo endulzaba a puro vino blanco. Y
eso achica las fronteras entre
el ridículo y me importa un carajo.
Toda vez que podía me colaba
en el Club Social Y Deportivo
Glew para espiar a las banditas
que iban a tocar. Así me fui haciendo
amigote de muchos que después
fueron conocidos, y yo con apenas
12 años! Algunos me querían
coger porque parecía una nena,
todo pintado y con ropas de pendeja,
pero enseguida me dejaban tranquilo
porque mi voz a los doce ya era
como la de Julio Sosa a los 41,
muy rasposa pero como que me
cambiaba y me salían de pronto
unos aguditos muy histéricos que
me daban un toque especial a la
hora de encarar algún temita de
los Virus o Babasónicos. Éstos
recién empezaban pero yo ya
los tenía recalados desde el vamos
porque habían venido a Glew y
porque una vez me escapé para
ir hasta Lanús a verlos y después
me perdí volviendo, en Adrogué,
y la cana me tuvo que llevar a
casa de la oreja como un borrego
que era, bardeándome todo el
tiempo con eso de que parecía
una mariquita y qué carajo te
creés que sos una estrella de rock,
pelotudito y bla bla bla… (conocida
es la manera tan fina de incentivar
que tiene el zumbo promedio de
la Bonaerense). Cuestión que ese
día me decidí que quería ser
un músico de Glam Rock tipo
T-Rex, todo lentejuelas y anteojos
muy “femme fatal“. Y fue gracias a
las palabras que ese sargento le
dijo a mi madre antes de dejarme
de nuevo en casa con las orejas
rojas y el culo idem de las pataditas
que me iban dando desde que
bajamos del patrullero hasta que
entramos a casa. “Caguelo bien a
patadas en el culo si vuelve a salir
a la calle así, y va a ver como se
regenera; si no se le va a hacer puto
nomás le digo eh…” (todo un decálogo
de la moral del conurbano que
no hay que olvidar para poder
comprender por qué estamos donde
estamos).
Ese día junté mis cosas
y me escapé por la ventana para
hacerme, de una vez por todas
y para siempre, estrella de Glam
Rock. Tomé un tren diesel que me
llevara muy lejos, pero el muy choto
se quedó parado a los dos kilómetros
por un desperfecto (cosa de siempre)
y me tuve que volver caminando a
casa ya que ni un mango tenía; por
suerte nadie se había avivado y
zafé de la cagada a palos pero igual
mamá no me pegaba, de tan
mamada que siempre estaba. El
problema era que esa noche en
que me dejaron en casa los ratis esos
uno de ellos le echó el ojo a mamá
(se ve que le gustaban las mujeres
fuertes de aliento) y el pesado pasaba
todas las tarde a visitarla con el
pretexto de ver cómo progresaba el
putito a regenerar por el macho
sistema que él representaba como
la misma mierda que era. Entonces
preparé mejor el plan de escape,
que esta vez incluía venganza. Como
buen Glam ya maneja cierta data
sobre pastillitas de esas que te dan
como cosquillitas en la conciencia
si tomás una… Pero yo le mezclé
como 15 (cuántas trae el blister?)
en el whisky al puto rati ese que ahora
hasta se quedaba en casa a pasar
la noche y me comía las milanesas
en lugar de hacer la ronda nocturna,
el atorrante. Fue fácil porque el
tipo le daba duro al trago y del pico.
Un trámite! Así que cuando se
desplomó a los pies de la cama,
aproveché para afanarle el arma,
la guita de las coimas que había
recaudado esa misma noche
de los bares y puteríos de los
alrededores, y les puse las esposas
a él y a mamá en los barrotes de
la cama, desnudos ambos, y con
un cartel que decía: “$2 por una foto
con nosotros”…; y dejé la gorra de
vigilante boca arriba al costado
de la parejita obscena y la puerta
de casa bien abierta de par en par.
Eso me dio como tres días de ventaja:
Yo sabía que los que entraran, más
que preocuparse por ellos se
dedicarían a sacarse fotos. Es que
en los barrios pobres la diversión
no abunda, así que toda cosa nueva
es bienvenida, menos los nuevos
ricos, que igual nunca vienen (para
qué?, para deprimirse acordándose
de cuando eran pobres?). Y esta vez
sí me tomé el tren correcto hacia
Bahía Blanca en Pullman y todo!,
pagando pasaje con descuento para
personal policial (también le afané
la credencial al Valentino; Gracias,
Policía Bonaerense… Tu sistema
de obra social funciona y bien!)
Allá armé la banda que hoy nos
nuclea y da que hablar: Los Polizones;
la quisimos llamar así un poco en
honor al principal Gutiérrez, el que
donara su dinero mal habido a nuestra
causa sin quererlo, y otro poco por
la palabra Sones que quiere decir
sonidos, canciones, o algo así,
qué se yo si soy glam, no profesor
de lengua (la Z la relaciono con
pizza, que es lo comemos cuando
no hay guita gracias a la credencial
PPBA de Marras (ese era el segundo
apellido del cana). Y porque la primera
vez quise escaparme de polizón y
al final pagué como un boludo; y bueno.
Yo soy glam, no inteligente. Llevo
el pelo revuelto pero con spray; me
calzo botas rojas de taco mal…
Y por lo demás, nunca me falta
un chal blanco y una chaquetita
plateada bien ajustada… Tenemos
ocho temas para tocar (siete son
covers… qué va!), pero le ponemos
toda la onda, y desfilamos al final!
Si quieren contratarnos, pásense
por Bahía Blanca y pregunten por mí:
por Glam, de Glew. El de la campera
plateada y las botas rubí con brillitos
mal! Allí estaré (soy facil de reconocer).
Bye bye…
14 de mayo de 2009
Ella No Era Una Diva
La elegí por eso: Ella no
Era una diva ni se creía
Dueña de la calle ni
De los deseos de todas
Las miradas ni nada… Tampoco
Le daba para tanto, su
Boca un poquito chueca
(apenas uruguayada) y
Los ojos que le saltaban
No la hacia objeto
De un deseo inmediato ni
Irrefrenable, no. Y justamente
Por eso yo, cansado de tanto
Gato que desilusiona de
Entrecasa, curtido en las
Batallas más encarnizadas
Por el dominio de la propiedad
Sexual (tan socializada
Últimamente), decidí
Casi al verla que ella
Sería la madre de mis hijos.
No iban a ser estos
Los niños más bellos sobre
La tierra, desde ya; yo
Tampoco soy un Adonis y
Ella menos que menos encarna
La femineidad, con esos dientes
Que sobresalen como
Sonrisa de perro rabioso cada
Vez que esboza una mueca.
Pero hay momentos y momentos
En la vida de los hombres
Donde ciertas decisiones vienen
Siendo como peras que se
Caen de maduras sobre
Nuestro mismísimo rostro; y
Eso fue justamente lo que
Me vino a pasar. Así empezamos
A hablar, en una reunión
De amigos (ex amigos, diría
Hoy); ella vino sin querer
Y yo por casualidad, así que
Veníamos a ser como la
Pareja perfecta, ya que nadie
De los otros nos daba ni media
Bola. No quedó otra que
Hablar, hablar, hablar… y
Seguir hablando, cosa
Que yo hacía forzado para
Evitar que ella tomara la
Palabra; y es que su voz destacaba
Por lo ridícula y exultante: parecía
Un doblaje de ella misma
Cuando hablaba! Tenia
Una vocecita más propia de
Un dibujo animado que
De una mujer rayana en los
Treinta… Pero igual
Todo se compensa
Cuando se piensa en que
Un día esa mujer
Amamantará tus hijos. Y
Eso era difícil de imaginar
No porque uno no fuera
Muy imaginativo ni
Rechazara el tener hijos sino
Porque debajo de esa blusa
Apenas si se adivinaban
Dos muy, muy leves
Abultamientos, que más que
Pechos parecían granitos
Que le habían quedado de
La adolescencia. Igualmente,
Pensaba yo, no hay nada peor
Que una teta caída, cosa
Que evidentemente a mi
Julieta no le ocurriría. Y la llamo
Julieta porque del nombre
Verdadero ni me querría
Acordar ahora, ni ya por entonces,
Dado lo extraño, complicado y
Poco feliz de su elección
(aunque deberíamos
Hablar de “invención”), cosa
Que me dio a pensar que
Quizá sus padres no la
Querían y fue como una
Desagradable sorpresa su
Venida a este mundo, si no
No se explica semejante
Humillación; pero de todos
Modos, debo reconocer que
El nombre le iba bien: representaba
Fehacientemente la idea
Estética de este ser que yo elegí
Para ser mi partenaire en la
Vida. Y bueno, llegó el día…
Nos casamos! No fue
Un evento de esos que uno
Querría recordar por lo
Fastuoso, ni siquiera por
Lo bien que resultara todo o
Por cómo la pasaron los generosos
Invitados: De hecho, nos casamos
en secreto. Me daba
Un poco de vergüenza exponerla
A las miradas y, sobre todo, a las
Cámaras (siempre hay uno
Que quiere la foto de los
Novios… y yo no quería
Andar pagando las cámaras
Rotas tampoco)… Pero lo
que nunca Imaginé es que sería
Tan difícil conseguir un cura
Que nos casara…! El
Primero, católico, nos
Puso como excusa que
Se había olvidado las Ostias, y
Salió corriendo de la parroquia
Ni bien la vio entrando. El
Segundo, un evangelista, llegó
Con incienso y mirra, y una
Gran cruz de madera, pretendiendo
exorcizarla! El Tercero, un rabino
judío, nos hablo como tres
días de lo inconveniente
Que era ante los ojos de Jehová
Que se cruzaran las especies: es
Que no la consideraba humana el
Muy taura! Ya deshauciados
Recurrimos a un amigo
Pay Umbanda que se vino
Con gallina y varias cosas. Todo
Parecía correcto, esta vez nos
Casaríamos (qué importa el credo
Cuando el amor prima!, lo que no
quiere decir que ella fuera MI prima)
pero No sé cómo, el Pay Cacho
Se hizo de la gran cruz
De madera que trajera el evangelista
Y de pronto, ante mi asombro, le
Quiso clavar de punta la cruz a mi
Julieta En medio del pecho, al grito
de “Muere Vampiro, Muere”. Eso
Fue el acabose… Decidí entonces
Que esto del amor tiene sus
Límites, y que si no tiene que ser,
No tiene que ser nomás. Así que,
En medio de la batahola (ya
Había entrado mucha gente a casa
Para entonces, llamada por la gritería
Generalizada), tomé mi campera
De jean, la que no dejo ni loco sola,
y Gané la puerta de callé caminando
Despacito, como queriendo
Que alguien me gritara “ya fue,
Sigamos con el casorio!”… pero
Nadie entendía a este
Romántico de la soledad que,
Otra vez, se iba solo a buscar
Una vida mejor, como Bill
Bixbi cuando hacía de David
Banner en Hulk y siempre
Se terminaba yendo aunque
Se hubiera levantado la
Mejor mina del pueblo y ella
Justo era dueña de un hotel
Y había enviudado hacía
Dos días quedándose con todo
lo del marido, incluyendo las pilchas
(que a David le venían bárbaro
dada la costumbre de hacerlas
hilachas)… Y con las ganas de tener
Ese hijo que su difunto nunca
Le había dado… Era bastante
Boludo ese Banner, no? Y bueno
Yo también tengo lo mío.
3 de mayo de 2009
La Balada del Repositor
Se conocieron en un fogón
de verano, sobre las arenas
calientes de una playa de río
muy selecta: sólo para
clase media baja “gasolera”
(esos que gastan menos que
nada para tener poco más
que nada). Y es que así es
la juventud!, se decían a
sí mismos ambos, Julio y
María Mercedes, a pesar de
estar pisando los 30 uno, y
los puchos encendidos el
otro (en la playa tiran todo
tipo de basura los bohemios,
como les gusta hacerse
llamar a los que no hacen
nada más que fumar mucho
y cantar mal y mucho).
Julio era justamente uno
de estos especímenes; eso
deslumbró a Meche (o sea,
a María Mercedes), quien le
echó el ojo ni bien se animó
a arrimarse a ese fogón playero,
no sin antes entonarse con media
damajuana de blanco, solita
en la puerta de la carpa del
camping donde paraba con
sus dos amigas que para entonces
ya se habían conseguido dos
bañeros (ellas los llamaban
“guardavidas”) con quienes
practicar respiración boca a
boca y otros menesteres de
tipo paramédico. Ella (Meche,
o Mercedes, como quieran
llamarle), no le había caído
del todo bien a Julio en ese
primer acercamiento, un poco
porque ella lucía (perdón,
Mercedes) un tanto “cheta” a
los ojos del guitarrero con ese
vestido largo y los aros y el
collar de oro y los tacos (que
Para la playa son un tanto
mucho), y otro poco porque
la chica en cuestión no paraba
de pedirle canciones que El Pocho
(nombre artístico de Julio) no
daba pie en interpretar. La
relación prosperó gracias al
profesionalismo del Pocho éste,
quien haciendo caso nulo (por
ahora)a los deseos de la niña,
se despachaba con cualquier
otra canción conocida y todo el
mundo feliz de cantarla, incluso
la Meche ésta, dado que ella
sólo repetía algunos nombres de
canciones conocidas al azar
sin siquiera tenerlas oídas. Esa
noche ella no sólo cayó a sus
pies (vencida por el alcohol)
sino que cayó enamorada del
chico de la guitarra.
El problema era que El Pocho
(o sea Julio) no paraba de tocar.
Del fogón se fueron para el
Camping y de allí, siempre juntos,
a la carpa. Y el tipo dele que dele…
Un par de días después ya
estaba en un bus que los llevaba
a la ciudad de la que ella era
oriunda y ahí, en el bus, empezaron
las discusiones. Que por qué
Tocar en el micro, si el viaje
era para estar juntos, que me da
vergüenza que hagas tanto
barullo, no ves que son las 2
de la madrugada y vos tocando
una chacarera… (manía bohemia,
El Pocho de noche sólo tocaba
Zambas si la audiencia no
Reclamaba otra cosa, pero ella
De música nada entendía y a todo
folclor lo llamaba “chacarera“). Y
es que el morocho (en realidad
Se teñía porque su apellido
Era Duchnowsky y era más
Rubio que Valeria Maza, quien
Creo también se tiñe), se dedicaba
A eso: tocaba la guitarra por plata
Y porque sí. Y lo hacía en cuanto
Lugar pudiera: trenes, subtes,
colectivos, estaciones, veredas,
fogones… Ese era su metier, su
medio de vida (medio porque no
le alcanzaba para una vida entera
con lo que le daban de onda). Eso
fue muy duro para María Mercedes
Berrogaray Bourdieu (Meche, que
le dicen), quien no sé en qué
habrá estado pensando antes, si
era obvio que el pibe no era
un burgués ni a gancho). Estuvo
una semana y media en la cama
sollozando (y comiendo!) su
pena por haberse enamorado
de un vago zaparrastroso que
más que un vago era un tirado y
que más que zaparrastroso era
un simple perdedor que nunca
le daría la vida que una Berrogaray
Bourdieu se merecía y bla bla…
(en esto de pensar así influyó
un poquito el profundo y bien
intencionado pensamiento de
su madre, pero sólo un poco).
En tanto, El Pocho salía todas
las tardes (el concepto “mañana
temprano“ Lo descubriría
más adelante) a procurarse el
mango con el que pagar los
antidepresivos de la ahora
su novia, mientras por la cama
de la chica desfilaban las
diosas de sus amigas quienes
se acercaban con el último
ejemplar de Cosmopolitan,
canastas con productos
naturales importados, sushi
servido con camarero y
todo (pedido por delivery),
juguetes eróticos con forma
de patito y chupete… En fin,
Lo que hace toda amiga
Como una para aliviar el
Sufrimiento de una como
Una. Pero nada podía sacar
A Meche Berrogaray Bourdieu
De esa cama y de su “depre”
(el término “depresión” estaba
Prohibidísimo entre las señoritas
De su clase). Entonces, en
Esos entonces es cuando un
Hombre se hace hombre: El
Pocho se dio cuenta que esto
Sólo tenía una solución, y se
Descolgó la guitarra del cuello
(un poco le estaba doliendo ya),
Se arremangó la camisola (los
Bohemios no usan camisa sino
“Camisolas”, que es lo mismo
Pero con menos botones y
Mangas menos largas), y
Encaró para el supermercado
De la vuelta, siempre consciente
De aquellas palabras que Meche
Le arrojara al rostro cierta vez:
“No podías, al menos, trabajar
En un supermercado? En los
Trenes tenés que andar tocando?”
Así, hecho hombre, por su amada
Y nada más que por ella, pidió
El puesto de repositor. Y en eso
Estaba, reponiendo los garbanzos
En el estante cuando lo vio
La madre de la amiga de una
Compañera de la hermana de
Meche Berrogaray Bourdieu. A
La hora ya los sabía la Sra
Bourdieu (su futura suegra).
Dos minutos después de la
Hora lo sabría Meche. Ese
Fue el fin.
Porque que toque en trenes,
En subtes, en calles llenas
De extranjeros, es una grasada…
Pero estar de repositor en
El súper donde compran los
Conocidos es re re re feo!
Es un horror, gordo!
Así, así de cruda fue la
Explicación de ella del
Por qué de su partida. Así
De corto fue el e-mail que
Mercedes le enviara. Lástima
Que Julio Duchnowsky, el
Morocho que era rubio, nunca
revisaba su correo. Para
qué… Eso es tan poco
Bohemio…
10 de abril de 2009
Le dí mi vida a Mary
Le decían Mary (se
Pronuncia Mery según
Ella pero eso traía problemas
De identidad a la hora
De referirnos a la
Señorita). La conocí
Por casualidad cierta
Vez que me comía un
Panchito antes de
Entrar al trabajo (me
Gusta desayunar a las 9
Con algo calentito y
Salado que no sea
Demasiado sano). Como
Siempre, yo estaba en
Eso de apretar el pomo
De mayonesa (le pongo
Un poco de todo al
Pancho para que rindan
Más los dos mangos
Que pago por él) cuando
Ella tropezó sobre mí
Y se llenó de aderezo,
Pancho, pan, papitas y
Todo lo que yo traía en mano,
Justo a la altura de sus
Generosos pechos. Toda
su blusa acusó recibo
De mi desayuno alternativo,
Lo que me llevó, en un
Gesto instintivo, a querer
Limpiarle las partes, habida
Cuenta que uno es un
Caballero de los de antes
(no en vano soy de los pocos
Que comen pancho de
Traje y zapatos). Ella
Pareció por un instante como
Congelada en el tiempo,
Atónita por el hecho o
Por mis manos sobre sus
Pechos, no sé hoy por hoy.
Pero al segundo nomás se
Lanzó a llorar como una niña
Que no era (pintaba como de
Unos treinta y largos) y me
Abrazó desconsolada como
Si acaso la peor de las miserias
La hubiera tocado en su más
Profunda intimidad. Yo, que
Como dije soy un caballero
De la vieja guardia, a pesar
De mis veinte años entonces,
Me habría sentido halagado
De poder contener en mis
Brazos a esta niña algo
Pasada de época que se
Entregaba a mí buscando
Esa protección que el mundo
Frío y seco no le daba; lo
Habría sentido así, de veraz,
A no ser porque en ese acto
De abrazarme como nadie
Me había abrazado antes, me
Estaba llenando traje y camisa
Con ese menjunje que yo solía
Armar sobre los panchos: un
Poco de Ketchup, algo de
Mostaza y mayonesa a
discreción. Ese detalle no me
Impidió, ni así, dejarme tocar
Por sus lágrimas de cocodrilito
Abandonado por su madre
En Costanera Sur (siempre
Tuve una visión un tanto
Particular de las cosas, como
Verán). Y así, atrapados en
Medio del gentío, de hombres
Al paso, unidos por un
Pancho y su aderezo, comenzamos
A vernos. No fue una
Historia de amor, no sé; creo
Que no. Pero amor no
Habrá faltado, dado todo
Lo que he debido soportar a partir
De ese, nuestro encuentro. Ya
Ese día no pude ir a trabajar;
La acompañé a un bar donde
No nos dejaron usar el baño
Porque era reservado a los
Clientes y nosotros, parece,
No dábamos el target ya que
Ni siquiera nos dejaron sentarnos
Allí (ni hablar de consumir). Por
Un lado mejor porque yo ni un
Mango tenía, y a ella
No iba a pedirle porque ya
Deje bien sentado que soy
Un caballero de los de
Antes. Entonces buscamos
Un lugar algo menos romántico
Pero con agua en el baño
(no es tan fácil, no se crean)
Y encontramos un bodegón
Que se ve que regenteaba
Señoritas para otros menesteres
Porque al fondo, donde los
Baños, nos cruzamos con
Algunas que saludaban
Descaradas, los pechos
Al aire bamboleantes y
Sonrisa de “no pasa nada”, y
Hasta alguna que otra risa
Destemplada al vernos
Así. Allí, en los baños de ese
Barsucho de baja moral,
Acurrucados entre piletines
Y mingitorios, ella
Me besó por primera vez.
Mi machismo comenzó
A flaquear, digámoslo. No
Era esa mi idea de relación;
Digo, que una mujer se
Arroje a tus brazos y luego,
Minutos después te entregue
Su boca, Sus besos así; y
Menos en el baño de
Caballeros…
Pero igual el hombre es
Generoso… y sin juzgarla
Inoportuna, le devolví el
Gesto, y hasta ahí fue todo.
En mi trabajo me pegaron
Duro: no podía yo contar
Esa historia, justamente por
Proteger el honor de esa
Dama. Pero qué, si no había
Terminado de regañarme
El jefe que entró ella, blonda
Y sonriente como si
Llegara para recibir un
Premio. Llegó, me dio un beso
Y salió como si nada, no sin
Antes tropezar y llevarse
Puesta la jarra de café
Del escritorio de la secretaria
Del jefe, afortunadamente
Sin lamentar víctimas. No
Voy a decir que todo el
Mundo la miraba, pero al
Menos toda la oficina sí. Yo
Perdí el trabajo (ya verán
Por qué) y no tuve más remedio
Que mudarme con ella
A la pensión que compartía
Con otro tipo y una mina
Que después me di cuenta
Que era una de las que andaba
En tetas en el cabarulo ese
Disfrazado de bar. En
Casa era como en la vida;
Todo se lo ponía (y no hablo
De ropa sino de las cosas
Que uno suele tener
Alrededor): Cama, mesa,
Sillas, mate, bombilla,
Ropero, espejo, taza de
Café, linterna, paredes,
Cortina de la entrada (no
Tenía puerta la piecita),
Inodoro, cocina… Nada
Dejaba libre de su torpeza,
Y había que estar cuidándola
Noche y día; porque además
Era sonámbula la Mary. O
Al menos eso me decía cuando
Salía de noche y volvía por
La mañana. Y hasta parece
Que robaba: a veces traía
Más guita en una sola noche
que la que yo Veía a fin de
Mes!! Eso me preocupaba, pero
Más me preocupaba saberla
Capaz de matarse de tan
Torpe que era; entonces
Una noche la seguí. Es
Cierto que un hombre bien
Hombre no hace eso; pero
el temor por un daño a
La persona querida es
Un motor que justifica todas
Las audacias y derriba
Las barreras más altas de
Cualquier moral. Así, me
Hice el dormido y una vez
Que arrancó, yo salí tras ella.
Lo primero que me extrañó
Fue que agarrara un taxi
Tan fácilmente, cosa poco
Evidente en esa parte de
Parque Patricios. Tuve que
Correr bastante para seguirle
El paso a ese turro que
Iba a los mangos, pero
No pude llegar más allá de
Caseros… Dejé mi
Redada para la noche siguiente.
Esa vez me aseguré de que
Un amigo me esperara. Pero
El boludo se quedó dormido
Y me dejo otra vez a gamba.
Así estuve varias semanas,
Repensando si lo hacía o no
Lo hacía… De que me valdría
Seguirla un día si al siguiente
Volvería a salir. Decidí, ese
Día, entregarle mi vida a Mary
(o Mery, como más les
Guste a ustedes).
Le comenté lo que pasaba
Al tipo con quien cohabitaba, un
Morocho muy callado de
Fácil beber que parecía estar
Desocupado o tal vez
Era un pensionado por
Incapacidad. Me incliné
Por esta segunda opción
Toda vez que el tipo
Fue incapaz de responderme.
Su piadoso silencio (ahora
Lo comprendo) no se condecía
Con la intensidad de su mirada
Al escuchar mi pregunta: “Adónde
Irá Mery cada noche…
loco no?”… Yo había agarrado
El hábito de caminar solo
Por las calles de Buenos Aires,
Un poco por nostálgico que
Siempre fui y también
Obligado por el hecho de
Que Mery (o Mary, que se yo)
Dormía hasta entrada la tarde,
Exhausta por ese sonambulismo
Tan agotador (yo había estado
Leyendo y asesorándome
Con profesionales al respecto).
Un mediodía en que paseaba
Mirando discos de tango
En las bateas de Av de Mayo,
Dí sin querer con un ex
Compañero de trabajo. Él
Me vio, se sonrió y siguió
De largo pero yo lo paré
Con el solo propósito de saber
Algo de los muchachos (uno
Es un romántico!). Paramos
En un quiosco por los puchos
De rigor y entonces nos sentamos
En unas banquetas que dan
A una barra donde ni el Criquet
Podés apoyar de tan angostas
Que son. Y ahí, como un
Deshago, vomité mi drama ante
La mirada atónita de Lucho; no
Porque mis palabras hubieren
Tocado las fibras más íntimas
De mi ex colega de trabajo
Sino porque justo pasó
Una rubia que rajaba la tierra
Y el muy baboso se quedó
Mirándola como un bobo
Hasta que se la mina y su
Minifalda se perdieran
Allá detrás del edificio del
Congreso, como a cinco
Cuadras de donde estábamos
Más o menos. Ese es
El problema de hablar
Seriamente acodados en
La mini barra de un mini
Mercado (al que, por obra
Y gracias del marketing suelen
Apodar “maxikiosco”). Sin
Embargo y ante mi sorpresa,
Y justo cuando nos dejábamos,
En eso que me despido
El bueno de Lucho me tira
Una indirecta: “Yo que vos
Vuelvo donde todo comenzó”.
Y me guiña un ojo… Qué
Me habrá querido decir este
Hijo de las pampas (su madre
Era oriunda de Santa Rosa, pero
No se llamaba Rosa a pesar
De lo que muchos creían), me
Demandaba a mí mismo sin
Dar con una idea acabada
De lo que podrían significar
Esas palabras, que sin embargo
Retumbaban en mi cabeza.
Un par de noches más tarde
Lo averiguaría.
Yéndose Mary de sonámbula de
“rotation”, me levanté como un
Tiro y salí a por mi un carro
De un conocido de la zona,
Cartonero que con gusto
Me alcanzó hasta el centro donde
Él solía levantar unos cartones.
El caballo ya no daba, lengua
Afuera y rebuznándonos (nunca
Pude diferenciar un buen burro
De un mal caballo) de lo
Apurado que lo llevaba el
Petiso Carolo, a quien prometí
Unos mangos extras por
La gentileza. Él me iba contando
Sus hazañas y me indicaba
En cada esquina que pasábamos
Alguna anécdota que allí
Había tenido lugar. Pero yo,
La verdad que sólo podía pensar
En las palabras de mi cumpa
Y en las ganas de comerme
Un panchito en lo de Carlitos,
Que era el lugar donde todo
Había empezado, Y ahí me dí
Cuenta que quizás esa era
La idea que me andaba
Dando vueltas desde aquellas
Palabras del tipo allá
En el maxikiosco de Congreso…
“Llevame hasta Libertad y
Corrientes“, le dije al petiso. Y
Hacía allá fuimos. Entré,
Me pedí un pancho como siempre.
No sé si me miraban
Porque venía de bajar de un
Carro o si acaso era porque
Ya no vestía de saco… No sé
Si me miraban, de hecho; sólo
Me importaba comerme ese
Pancho, lleno de aderezo
Y ver si por esas cosas
Del destino ese movimiento
De potes escupiendo y
El gesto de hacer crujir las
Papitas al morderlo me
Despertarían al la verdad
De lo que estaba ocurriendo.
Y no… No pasaba un carajo.
Pero no sé por qué, salí
De allí y enfilé derecho al
Bar ese donde nos besamos,
Quizás comprendiendo
Que los inicios son largos
Y que aquél también era
Parte de nuestro comienzo.
El petiso me acercó, cuando
No, quizás para asegurarse
Esos pesos prometidos.
Bajé del carro casi media
Cuadra antes; el cordón
Policial no nos permitía
Acercarnos. Bajé, y de un salto
Crucé entre agentes y
Como sabiendo de algo,
Miré hacia la puerta de
Ese antro y la ví a mi
Mi Mary; la estaban sacando
Casi de los pelos y detrás
Las otras, las que habíamos
Cruzado aquella vez que
Nos besáramos, siempre
En tetas (esta vez no era
La excepción). El petiso,
Apeado ya, no hacía otra
Cosa que repetir, atónito:
“Viste esa… viste esa otra”…
Un frio puñal me recorrió
La espina hasta clavarse
En mi parte más íntima,
Pero del lado del mango. Y es que
Le había dado mi vida a una
Sin saber lo que realmente
Era esa que se decía “Mery”
A secas. Al final de la fila
De los detenidos, surgió
De entre las sombras la
Figura inconfundible de mi
Ex jefe; él también era
Habitué de ese bulín. Y
Digo también porque el
Que venía detrás era el
Lucho ese que me supiera
Escuchar una vez… “Mary…“
Alcancé a gritar en un grito
Ronco y seco, casi desvanecido.
“Mery se dice”, alcanzó
A gritarme desde le metálica
Caja del camión celular. Esa
Fue la primera y la última
Vez que escuché su voz… Me
acerqué, después… llegué
hasta al lado, y sin mirarlo
le dije con sórdido tono
Al policía que quedó de
Consigna en la puerta:
“Esa, esa se lleva mi vida”
Y él, al verla tropezar contra
La puerta del celular cuando
La subían, me dijo:
“No se dio cuenta, acaso,
Lo que es ella?”…
Ese día supe que Mary era
Miope. Pero hoy sé
Que no hay más miope
Que el que no sabe ver. Porque
Las lentes, las putas lentes
Con las que un hombre ve
A una mujer vienen falladas;
Falladas de fábrica.
(“No me debés nada“, me dijo
El petiso carrero… “Hacía
Mucho que no veía
Tantas tetas como esta
Noche… Gracias!…” Y
Se fue en su carro a por
Una carga. Una más
Para seguir tirando).
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