13 de julio de 2009

El Pibe de Oro

Nació con una pelota bajo el brazo el Pibe de Oro. Digamos que a la altura de su vientre. su Padre lo soñaba desde antes de juntarse con Roxana: Un día un hijo suyo deslumbraría, dejaría ciegos a los hombres que osaran mirarlo. Sería algo así como un Dios, un mito, una leyenda. Algo desde luego sagrado. Y así fue que vino al mundo Diego Armando Gómez Peperina, el chico que deslumbraría con su encanto. Ya desde el comienzo, al dar sus primeros pasos, mostraba claros indicios de ser diferente: No lloraba, no caminaba, no agarraba la teta… Pero esas son pequeñeces que no hacen a la ilusión que Don Gomez tenía desde siempre abigarrada a su corazón: Tener un crack en casa. El sueño se le cumplo cuando El Pibe de Oro llegó a los doce años, no porque su hijo debutara en la 5ta División de Boca como titular, no, sino cierta vez que la policía decomisó unas pequeñas piedritas de crack (esa roca a base de cocaína) luego de allanar la casa familiar. Culparon del hecho al progenitor, y así Diego, el Pibe de Oro, se vio en la obligación de parar la olla. El problema era que la olla, aún parada, no se llenaba, y la madre de Dieguito se había ido con el carnicero del rioba, que era un tipo muy jodido y no quería que por nada lo molestaran mientras fornicaba o trabajaba. Las hermanas del Pibe, una mayor que él y las otras diez, menores, le buscaron mil trabajos (ellas preferían hacer las cosas de la casa, aunque por entonces vivían en la calle); pero El Pibe sabía que, muy en el fondo, el sueño de Papá Gómez debía ser cumplido, así como Don Gómez cumplía con su injusta condena allá en el pabellón del Fondo de la cárcel de encauzados (raro eso de ser condenado antes de tener un juicio, no?). Así que, fiel al honor de la familia, rechazó cuanta changa se le cruzara… hasta que la oportunidad llegó un día de la mano de la casualidad. Revolviendo los tachos, las bolsas y demás en la calle Libertad, una de sus hermanas encontró un aerosol con pintura, y ni lerda ni perezosa (cosa bastante poco habitual en ella, ya que de ambas cualidades tenía bastante, heredadas seguramente de su madre) se acercó a Dieguito mientras éste dormía su mamúa en medio de la plaza, y lo roció con esa pintura como queriendo hacer de su Hermano mismo una aerografía. El resultado, inesperado, enmudeció al Pibe; cuando despertó, sin saber lo que pasaba, se dio cuenta que la gente lo miraba sonriente, que el mundo lo incluía con sorpresa pero simpatía. No entendió lo que sucedía hasta que se miró en los espejos del pasillo que cruza la 9 de Julio hacia la estación de subte; la vida había dado ese giro de ciento ochenta grados que su padre soñara para él: ahora era el Pibe de Oro de verdad. Y es que la pintura del tarro era dorada y el chico parecía toda una estatua de algún culto del sudeste asiático, semidesnudo por el calor cuando su hermana lo pintó. No tardó, Diego Armando Gómez Peperina, en conseguir un trabajo como ídolo: justo se inauguraba una Feria de novedades en La Rural y necesitaban un Buda niño que se sentara en la puerta de un stand todo el santo día sin hacer nada ni hablar; sin dudas, el trabajo ideal para quien quiere ser idolatrado sin tener que hacer nada más que estar pintado de dorado y tener una pancita como la que el desnutrido Dieguito hacía tiempo que desnutría. Son cosas de la vida: el Pibe terminó siendo casi como un Dios. Afortunadamente, Papá Gómez aun no se ha enterado.

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